viernes, 15 de junio de 2018

SIN BRUNO NI CECILIA

A lo que más temía era a las trompetas del Juicio. Y eso que, a sus sesenta y tres años, ya no podía considerarse un niño ni tampoco, después de haber pasado prácticamente toda su vida durmiendo en la calle, se le podía calificar de cobarde... Pero resultaba inevitable: cuando se encontraba mal (lo mismo daba que hubiera conseguido cama en el albergue o que, como aquella fría noche de abril, se dispusiera a dormir en las escaleras del metro, arrebujado en cartones), no había manera de poder quitarse de la cabeza el cartel policromado que viera de niño, cuando todavía iba a la escuela; una
lámina en la que, en medio de una terrible tormenta, siete ángeles tocaban otras tantas trompetas anunciando el Juicio Final.
Presumía de no creer en papanaterías… o no quería creerlas; si no "¿a cuento de qué ese miedo?" Se preguntaba a si mismo. Y no sabía qué responderse. Se acurrucaba un poco más entre los trapos y los cartones con los que se había hecho la cama, y trataba de pensar en otra cosa. A veces lo conseguía y se dormía recordando el mar que sólo había visto una vez, siendo niño todavía. "Mañana mismo me voy para allá", se decía, ya medio dormido. "¿Qué más dará andar vagabundeando en un sitio o en otro? También allí habrá algún albergue donde me den un plato de sopa, cada dos o tres días, y me dejen dormir si hace frío; no me ha de faltar dónde encontrar un paquete de cigarrillos y una botella de vino" Veía entonces romper las olas sobre la playa y creía reconocer sus propias huellas de niño, marcadas en la arena. Otras veces recordaba a Bruno, el perro que un día se le llevaron a la perrera, los tres años de mili, la última película que hubiera visto en el cine, o a su amigo Juancho que, como sabía leer y escribir, siempre se las ingeniaba para dormir a cubierto; sólo si había bebido un poco de más y no podía controlarse, pensaba también en Cecilia. No le gustaba acordarse de ella, porque sólo hacía unos meses que había muerto; eso le había dicho Juancho: "Se la encontraron en el portal donde dormía, tiesa de frío. Se la llevaron al depósito sin saber quién era y allí ha estado más de un mes, hasta que han podido enterrarla".
Si pensaba en la muerte, enseguida se acordaba de las trompetas del juicio y se imaginaba que los ángeles lo llamaban a trompetazos desde una nube blanca, bajo un cielo plomizo y sin sol; y él, ¿cómo había de saber lo que tendría que hacer o decir?, ¿con quién podría acudir a la llamada? Si al menos Cecilia lo hubiera esperado para morir y se hubieran ido juntos; pero, claro, se habían enfadado y ya no había vuelto a verla. Habían pasado juntos casi dos años, riñendo los mas de los días y marchándose cada uno por su lado, pero volviendo a encontrarse poco después para compartir el vino, el pan y un camastro en una mal llamada pensión; luego montaban la trifulca y “si te
he visto, no me acuerdo”… Pero estaba bien porque, a pesar de los enfados, siempre volvían a buscarse con la certeza de que, antes o después, se encontrarían... Hasta que la llamaron las trompetas, y tuvo que irse sola, sin poder decirle adiós.
Si al llegar a este punto aún estaba despierto, se secaba una lágrima con el envés de la mano y trataba de pensar en otra cosa. Pero lo más seguro es que se hubiera dormido antes, a mitad de alguna de las aventuras que juntos habían vivido a lo largo de aquel tiempo que, visto con un poco de distancia, al abrigo de los cartones y del calor que por la boca del metro subía desde el centro de la tierra, se le antojaba tan hermoso como la propia niñez, como el mismísimo mar, como las películas de color.
Lo peor era cuando el traqueteo del último tren de la madrugada, o el primero de la mañana, lo despertaba sobresaltado y le hacía pensar en el Juicio Final. En medio de la oscuridad y de los indescifrables ruidos de la noche, la estampa bíblica adquiría todo el esplendor de una película en la que las imágenes, tomando vida, se ponían en movimiento, en la que se oía el toque de las trompetas, las alabanzas y los gemidos de quienes a su alrededor encaminaban los pasos hacia el Tribunal… y él, en medio de todos, sin saber qué hacer ni qué decir, completamente perdido y solo entre la multitud. En tan angustioso momento, lo único que hubiera deseado hubiera sido encontrar una mano de la que asirse, alguien querido que caminara a su lado, a quien coger por el hombro, a quien decir o que le dijera; "¡Vamos!"... Tenía miedo de llegar solo ante el Juez; tan solo como se encontraba al abrigo de sus cartones, tan solo como habría llegado Cecilia.
Ilustración de Zdzislav Beksinski
Ésa era la conclusión que sacó el día que pensó que lo mataban, la explicación que de su miedo se dio a sí mismo. Había sido antes de conocerla. Eran tres y lo habían despertado a patadas para pedirle un dinero que no tenía; le habían pinchado primero las piernas y luego, ante lo que ellos creían resistencia y no era más que miseria, le dieron dos navajazos más certeros que lo dejaron sin sentido en medio de un charco de sangre. ¡Si al menos hubiera estado Bruno para enseñarles los dientes!... Pero no, estaba solo: al perro se lo habían llevado los guardias en el camión de la perrera, estirándole del cuello con un lazo que ahogaba sus últimos ladridos. Cuando despertó en el hospital, pensando que iba a morir, recordó las trompetas del Juicio y tuvo miedo. “Aunque fuera Bruno", se decía para sí, sin encontrar a nadie más que pudiera  acompañarle.
Fueron buenos aquellos días en el sanatorio: pijama limpio, comida caliente y muchos enfermos que le contaban sus penas y le preguntaban por sus heridas. Lo peor era el ahogo de verse todo el día encerrado entre cuatro paredes; pero volvería a gusto de vez en cuando, si no fuera preciso sentir de nuevo el pinchazo del acero, la humillación de ser despertado a patadas... Por si acaso, desde entonces siempre guardaba un billete bien doblado en el bolsillo.
Aquella fría noche de abril, ya con los ojos cerrados, buscó entre sus harapos el papel moneda y lo apretó fuertemente como si se tratara de un talismán. Tenía miedo y se encontraba mal, pero finalmente se durmió. Lo despertó la húmeda caricia de un beso y, al abrir los ojos, se encontró a Bruno cara a cara. "¡Te escapaste, granuja!", le dijo alborozado, abrazándose a su cuello, mientras el perro no dejaba de mover la cola. "¿Pero dónde te has metido todo este tiempo?" Un trueno le hizo levantar la vista hacia un cielo plomizo, sin luna ni estrellas, pero con la misma luz del cuadro de su escuela.
"Estoy soñando", pensó antes de escuchar una voz que lo llamaba: "¡Vamos!" Era Cecilia quien le tendía su mano y quien, con una sonrisa que nunca le había conocido, le ayudaba a levantarse. "Estoy soñando", se repitió, mientras la abrazaba con miedo a que de verdad sólo fuera un sueño. Echó a andar, con el perro a un lado y la mujer, cogida de su mano, al otro. Oyó entonces las trompetas, pero no quiso despertarse y siguió durmiendo.

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