Algún tiempo después supe que siempre se levantaba antes de que amaneciera y, si le era posible, se las ingeniaba para ver salir el sol, ya fuera desde alguna ventana que diera al Este o paseando hasta la calle de Atrás, donde el pueblo acababa y empezaban las viñas. Más allá del arco que dibujaba el horizonte, apenas roto por algún que otro lejano pinar, ella sabía que estaban su país, su casa y sus hijos.
– Cuando veo salir el sol –me confesó–, pienso que antes de llegar a España ha pasado sobre sus cabezas, los ha despertado, los ha invitado a levantarse, a vestirse, a no demorarse tomando el desayuno… que, radiante allí, cuando aquí apenas es una mancha rojiza en la distancia, los acompaña camino de la escuela.
Bueno, así lo cuento yo. Anna no usaba el pretérito perfecto sino el indefinido, habría dicho “mancha roja lejos” y no “mancha rojiza en la distancia”, y es posible que no conociera el verbo “demorarse”… Pero entendí perfectamente lo que me estaba explicando con su rudimentario español y su eterna sonrisa. No en vano también yo, hacía mucho tiempo, me había apoyado en un soporte tan frágil como un sueño y, a la vez, tan firme como una ilusión.
Pero eso, como digo, fue algún tiempo después de que ella llegara a casa, remitida por la agencia de empleo.
– Para tareas domésticas sólo podemos enviarle inmigrantes...
– ¿Y…? –pregunté en vista de que la empleada se quedaba callada, aguardando que le formulará alguna objeción.
– Nada… –titubeó un poco desconcertada–. Hay gente que no quiere contratar extranjeros.
Yo sólo necesitaba que hiciera su trabajo lo mejor posible y que me cobrara lo que fuera justo… Pero Anna me ofreció mucho más que eso: Desde el primer día vino a casa acompañada de su sonrisa y con el tiempo, a medida que fue tomando confianza, me hizo partícipe de su historia, sus inquietudes, sus esperanzas… Al abrirme las puertas de su mundo, amplió mis horizontes y, tal vez sin que ella se lo propusiera ni yo lo percibiera, me enriqueció con valores y vivencias: tesoros que nunca le hubiera podido pagar.
Supe así de sus hijos, Nicolai y Alexander, que todas las semanas le preguntaban cuándo iba a volver; de sus madre, que los cuidaba y nunca le hacía esa pregunta porque sabía que la respuesta verdadera no era el “pronto” que les decía a los niños; de su hermana enferma, que había perdido la cabeza y vivía como un vegetal, después de que un grupo de soldados la violara; del patio de su casa, siempre lleno de geranios en flor; de la escuela a la que había ido de niña y a la que ahora se dirigían sus hijos cada mañana (acompañados por el sol); del cine al que iba con sus amigas, antes de casarse con el padre de sus niños, que luego los había abandonado; de la iglesia que frecuentaba los domingos y la mezquita en la que oraban sus vecinos musulmanes… Nunca hablaba de la guerra que había desangrado su país, de las depuraciones, del hambre, de los muertos y mutilados, de los bombardeos, de las venganzas, de la miseria cosechada que le había obligado, como a tantos otros paisanos suyos, a buscar una vida mejor lejos del corazón de Europa.
Sólo una vez, sabedor de todo lo que callaba, quise compadecerme de ella. No me dejó:
– A veces tengo un mal día, como todo el mundo –me explicó–, y siento la tentación de quejarme… Pero, ¿de qué? Tengo piernas para caminar y dos manos para trabajar mientras que, en mi país, hay muchos mutilados que tienen que mendigar… Mis ojos ven, cuando hay tantos sin luz. Tengo un techo bajo el que guarecerme y sé que mis hijos se acuestan a cubierto cuando, aquí mismo, veo gente dormir en la calle. Si los llamo, escuchó su voz y, aunque hoy no pueda acariciarlos, sé que hay un lugar en el mundo donde alguien me espera con los brazos abiertos… He visto la crueldad y el dolor y he podido perdonar, cuando otros siguen prisioneros del odio y se revuelcan en pesadillas… Me parece maravilloso tener tan poco que pedir y tanto que agradecer.
Anna no pronunciaba bien las erres. Seguramente no fueron éstas las palabras que utilizó… Pero sí es esto lo que me dijo y lo que nunca he podido olvidar; como no he podido olvidar que, mientras me lo decía, la tarde moría lentamente y por la ventana, abierta de par en par, entraba el olor de los tejados mojados, de la tierra empapada, de los árboles regados por la lluvia que había caído durante toda la tarde; ladró un perro a lo lejos; las ventanas de las casas de enfrente empezaron a iluminarse, pregonando que entre sus cuatro paredes había vida: niños que hacían los deberes, hombres y mujeres que se disponían a preparar la cena, que esperaban una llamada de teléfono o a que comenzara el programa de televisión que les haría olvidar sus penas por un momento… quizás alguien leyera un libro o escribiera una carta o escuchara la radio con la luz apagada o, como yo, dejara escapar sus lágrimas en medio del silencio y la oscuridad.
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