No lloré el día que murió papá. No pude llorar, aunque me hubiera gustado hacerlo. Huí de los amigos y familiares que vinieron a acompañarnos y, encerrado en mi cuarto, fui rememorando algunos de los momentos que habíamos vivido juntos; la mayoría en la infancia, cuando me sentaba en sus rodillas para enseñarme a cantar villancicos, para escribir juntos la carta a los Reyes Magos o para leerme pequeñas poesías, como aquella del zapatero remendón: “Tipi tape, tipi tape”… Estaba en una de las últimas páginas de la cartilla. Yo era sólo un niño. “Tipitape, tipitón”. El abecedario se llamaba “Amiguitos” y junto al texto aparecía dibujado un zapatero. No era más que una estrofilla de cuatro versos. “Tipi tape, zapa zapa”. Ahora sé que su autor se llamaba Germán Berdiales pero, durante muchos años, sólo recordaba el dibujo y la voz de papá: “Zapatero remendón”. No me resultó difícil memorizarla porque, aparte del ritmo que marcaban las sílabas onomatopéyicas, el trazado de un hombrecillo con cara de duende, clavando tachas en el tacón de un zapato, me hacía recordar al zapatero de la calle Caídos, al que llevábamos a reparar el calzado de casa. Podría inventar un nombre para él, pero prefiero admitir que no recuerdo cómo se llamaba; quizás para mí nunca tuvo nombre, era, simplemente, “el zapatero”. Para llegar hasta él, una vez dentro de la zapatería en la que su mujer vendía albarcas de tela con la suela de cáñamo y zapatillas de deporte de lonilla azul o roja, con suelas de goma, había que subir a un altillo. También exponían zapatos de los buenos: zapatos con cordones, como los de los ricos, y zapatos de señora, con tacón, como los de las actrices de cine; pero ésos se vendían rara vez; así es que permanecían a la vista de todo el mundo, para calzar nuestros sueños más que nuestros pies.
Cuando tenía que ir allí, me solía acompañar mi amigo Andrés. En realidad, Andrés y yo íbamos juntos a todas partes; éramos uña y carne, pese a tener caracteres muy distintos. Su padre era camionero, pero también sabía componer zapatos. Me lo contó un día que habíamos llevado los míos a reparar. “Yo procuro que mis botas no se rompan –me explicó–. Las cuido todo lo que puedo y cada noche, cuando me las quito, les doy betún para que la piel se conserve bien”. En casa, sin embargo, se quejaban de que nosotros, mis hermanos y yo, destrozábamos el calzado; decían que no poníamos cuidado, y a lo mejor llevaban algo de razón porque, desde luego, nunca se nos ocurría limpiarlos muy a fondo. Eso era algo que hacía papá todas las semanas. El domingo por la mañana, antes de que nos levantáramos, o mientras mamá nos arreglaba para ir a misa, él cepillaba todos nuestros zapatos, a los que primero les había quitado los cordones para hacerlo mejor, y luego les daba betún y les sacaba brillo con un paño para que los lleváramos relucientes a la misa del mediodía… Ya no nos preocupábamos más hasta que él volvía a limpiarlos una semana después, había que llevarlos al zapatero o estaban ya tan mal que no quedaba más remedio que tirarlos; aún entonces, papá los repasaba minuciosamente y les quitaba los cordones, que guardaba en una caja, por si algún día se necesitaban. “Si se me descosen por algún sitio –continuaba explicándome Andrés–, cuando mi padre regresa a casa, él los cose y así nunca están rotos”. Nosotros, ya lo he dicho, si tenían arreglo, los llevábamos al zapatero de la calle Caídos o, si no lo tenían, sólo se salvaban los cordones.
El mostrador que presidía la planta baja de la zapatería era de madera y toda la tienda olía a cáñamo y lona, a goma recién recauchutada; un olor difícil de describir pero que cualquiera que lo haya encontrado al traspasar una puerta de cristales podrá recordar toda la vida con tan sólo cerrar los ojos. A la izquierda del mostrador arrancaba la escalera de yeso que, sin barandilla en la que apoyarse, subía hasta el taller donde el hombre hacía los arreglos, sentado ante su banco, frente al yunque; protegido con un oscuro mandil trabajaba rodeado de ceras y betunes, hormas, leznas, bramantes, colas y otros útiles que no sé nombrar, pero que me fascinaba mirar cuando tenía que subir hasta allí con algún encargo de la casa. Los zapatos por arreglar se amontonaban a un lado, revueltos en un desorden que sólo era aparente porque él, el zapatero, podía encontrar sin vacilar cualquier par que tuviera que buscar. Los que ya estaban arreglados, y a los que había sacado brillo con una gamuza, después de embetunarlos y cepillarlos, esperaban ser recogidos, cuidadosamente colocados por parejas en unas baldas de madera que estaban frente a él. No había ninguna ventana en el aposento y el olor del betún, junto al de la cola que borboteaba al baño maría sobre la estufa que caldeaba el cuartillo, lo impregnaba todo, provocando un agradable mareo. Nunca lo vi de pie; si el trabajo que iba a recoger estaba terminado, él me señalaba la estantería donde nuestros zapatos esperaban ser recogidos, para que yo mismo los tomara y, si aún no estaban, él los sacaba del montón, sin vacilar, y hacía como que los dejaba aparte para que esos fueran los siguientes en ser arreglados; pero nunca se apartaba del yunque en el que trabajaba, ni se levantaba de su silla con las patas cortadas; por eso siempre pensé que no tenía piernas, algo absurdo, porque hasta aquel altillo sólo se podía llegar por la escalera de yeso que subía desde la planta baja; pero la idea se reafirmó cuando años después, siendo ya adulto, al morir papá, me fui a Colombia y conocí a Nelson en Mariquita, un pueblo del Tolima, en el interior del país, a los pies del Nevado del Ruiz. “Si quieres unos buenos zapatos –me aconsejaron–, no te gastes el dinero tontamente en unos de fábrica”. Me lo dijeron de manera confidencial, para demostrarme que yo no era considerado un turista más o uno de los veraneantes que llegaban de la capital. “Nelson te los puede hacer mejores y por menos dinero”. Unos zapatos hechos a medida y más baratos que los que pudiera comprar en cualquiera de los almacenes que se sucedían a lo largo de la Cuarta, entre bazares de electrodomésticos, colmados de víveres, tiendas de ropa, puestos de rifas o de helados…
La zapatería de Nelson se encuentra todavía en una pequeña planta baja cerca del mercado, es el taller de un zapatero remendón, como el que yo recuerdo de mi infancia: el mismo banco y el mismo yunque, las mismas herramientas, el betún, la cola borboteando en un pequeño hogar y, junto a él, en un rincón del suelo, un hombre sin piernas, al que cada mañana coloca allí su familia, para que ayude al amo limpiando los zapatos que repara; pero Nelson sí que puede andar, de hecho se levanta para recibirte cordialmente en cuanto te asomas a su puerta, siempre abierta de par en par; te saluda dando gracias a Dios por tu visita y sabe mostrarse servicial, sin caer en el servilismo ni perder su dignidad, sin dejar de mostrarse humilde, pero orgulloso de ser útil con su trabajo. Si te quieres hacer unos zapatos, Nelson te pedirá que deposites el pie descalzo sobre un cartón y dibujará su contorno para que le valga de plantilla; luego te medirá la altura del empeine y tomará otras medidas que le servirán para presentarte una semana después los zapatos ya montados, pero sin acabar; sólo para que te los pruebes y así poder hacer las modificaciones necesarias para que, al final, te queden como un guante. A papá le hubiera gustado hacerse unos zapatos a medida. Seguramente nunca los tuvo, porque aquí las cosas siempre han sido de otra manera, y más en aquel entonces; pero en el taller de Nelson basta con elegir uno de los modelos de su escaso muestrario y adelantarle el importe de la piel que quieras que utilice; él comprará al mayorista la cantidad exacta, porque no puede permitirse tenerla almacenada. Sobre la plantilla de tu pie anotará el importe de la cantidad adelantada y allí mismo te hará la cuenta final cuando, apenas diez días después, retires tu par de zapatos nuevos e impecables; luego te acompañará hasta la puerta, dando de nuevo las gracias a Dios y colmándote de bendiciones por tu compra, mientras su ayudante sin piernas te sonreirá desde el suelo, orgulloso de que un extranjero les haya visitado. Hubo un tiempo en el que aquí también éramos así con quienes venían de otro país y hubiéramos hecho por ellos cuanto estuviera en nuestra mano, simplemente por ser distintos de nosotros, hablar otro idioma o tener otros paisajes en su recuerdo… Simplemente por eso y porque, tal vez, antes que como turistas, los veíamos como seres humanos que se encontraban lejos de su hogar y de su familia. Luego las cosas han ido cambiando. Desapareció la zapatería de la calle Caídos y es posible que Andrés, que ahora es el gerente de su propia flota de camiones, haya dejado de cuidar con tanto esmero sus zapatos. Papá murió hace quince años y mamá la semana pasada.
Hoy he ido a recoger sus cosas a la residencia. Le dije a la directora que podían quedarse su ropa, si la necesitaban para otras ancianas o para donarla a algún ropero de caridad; aún así, cuando la he cogido para echarla al coche, la maleta con la que llegó hasta allí pesaba como si estuviera llena… Casi lo estaba: álbumes de fotos, unos pocos libros, dibujos de sus nietos, algunos cuadernos de cuando éramos niños, un atado con todas mis cartas (desde las que escribía a casa en el colegio hasta las últimas que le mandé desde Colombia, cuando papá ya había muerto y ella se había quedado sola); en el fondo de todo, un estuche con sus pocas y humildes joyas y una caja: una caja de zapatos que no hubiera necesitado abrir para saber qué tesoro guardaba… Pero la he abierto y las lágrimas que, por primera vez después de tantos años han bañado mis ya arrugadas mejillas, han ido cayendo lentamente sobre los cordones, sobre tantos y tantos cordones guardados para cuando hicieran falta… para hoy.
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