Dos años después de que yo llegara al pueblo, se había arreglado la escuela. Los pupitres seguían siendo los mismos de gastada madera sobre los que habían estudiado mi padre y mi tío... Pero la pizarra era verde, en vez de negra, y nunca más se llenaron los tinteros. Todo era nuevo, todo menos las mesas, la estufa de leña y el cuento del tío Cosme.
Ya en mi primer curso de colegio, en mi primer año en la casa de los abuelos y lejos de las huertas y de la masía, había oído hablar del tío Cosme; mucho antes de que llegara la mañana del cuento que el maestro contaba cada invierno, pero sólo los días de nieve y reuniendo a toda la clase en un corro de sillas en torno al calor de los tarugos en llamas.
Tan pronto como arreciaba el frío y los campos amanecían blancos, cubiertos de escarcha, alguien, más mayor, preguntaba al maestro que cuándo lo iba a contar, y él siempre daba la misma respuesta:
– Cuando nieve.
Entonces mirábamos al cielo, todavía otoñal, desde nuestros pupitres, veíamos caer la lluvia desde los cristales, oíamos el aullar del viento que arrastraba las hojas de las acacias del patio y sentíamos un escalofrío ante la promesa de esas historias que ya empezábamos a forjar en nuestra imaginación.
El maestro era un hombre mayor, aunque no tan viejo como nos parecía. Su aspecto era serio y a veces, con suma tristeza, se quedaba ausente mirando por la ventana. Nunca nos levantaba la voz y, si alguna vez nos castigaba, luego parecía como dolido y trataba de mostrar cariño al sancionado... Una de las veces que me castigó a permanecer de pie en un rincón del aula por llegar tarde a clase (como el día que Geles me dio la manzana), cuando todos se marcharon y los dos nos quedamos a solas, sacó de su cajón un libro viejo, sin tapas, y me lo tendió.
– Siéntate, si quieres, hasta que vengan los demás –me propuso–, y lee.
Luego, cuando fui a devolverle el libro en el que había estado leyendo la historia de un hombre llamado Ulises, pero que decía llamarse Nadie, me lo ofreció:
– Si te gusta, puedes llevártelo a casa hasta que lo hayas leído todo.
Lo leí todo y fue allí, en sus páginas, repasadas al calor de un brasero, donde descubrí que el mundo es grande y hermoso.
Tardó en nevar aquel año. Lo hizo un frío amanecer de aquel mismo mes de diciembre, cuando ya el trimestre se acercaba al final y en la pizarra habíamos dibujado un belén con tizas de colores. Por las tardes, el maestro nos enseñaba los villancicos tradicionales, los que habían aprendido nuestros padres y nuestros abuelos, los mismos que cantaríamos en Nochebuena para pedir el aguinaldo antes de ir a la misa del gallo. Pero aquella tarde de la nieve, cuando volvimos después de comer, el maestro acercó su silla a la estufa y, a un gesto suyo, todos lo seguimos, formando un gran círculo alrededor de ella. Él cogió al más pequeño en sus brazos y comenzó la historia del hombre que vivía en las huertas, pegado al río, lejos incluso de cualquier masía; el hombre que amaba a la gente, construía pequeños juguetes de caña para los niños, enseñaba a leer a los hortelanos, hablaba de los secretos del campo con los viejos... Cuando caía un nevazo como aquél (todos nos volvíamos a mirar por la ventana que el maestro señalaba con el dedo), y el tío Cosme se quedaba aislado en su casa, las gentes del pueblo se abrían camino en la nieve para llevarle aceite y miel, vino, mantecados, almendras, avellanas o lo que cada uno pudiera... Y él, con la cara muy arrugada por el paso de los años, el pelo y la barba canos, les daba las gracias con una voz honda y bondadosa.
La del maestro también lo era, y le salía de muy adentro, teñida con dejes de nostalgia, como si estuviera contándonos algo que realmente hubiera ocurrido... o que pudiera llegar a ocurrir.
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