jueves, 14 de junio de 2018

SEÑORES DE LA JUSTICIA Y DE LA LEY



Ilustrísimos señores:



Hemos recibido su resolución denegatoria de la petición de exención de visado para la permanencia en España de mi mujer, Klára Gárdonyi, así como la orden de expulsión para ella y amenazas de sanción para mí, todo ello en base a que, por nuestra diferencia de edad y su situación de inmigrante ilegal, les hace suponer que el nuestro es un matrimonio de conveniencia celebrado sin amor.
No voy a invocar el derecho a la presunción de inocencia que sistemáticamente (y no sólo en nuestro caso), están vulnerando... Es más, les voy a reconocer que Klára y yo no estamos enamorados, no lo hemos estado ni probablemente lo estaremos nunca. Es muy poco probable que una muchacha de veintidós años y un jubilado de sesenta y siete se enamoren ciegamente... pero están muy equivocados cuando suponen en mí algún tipo de debilidad y en ella aviesas intenciones. Es cierto que Klára y yo no estamos tan apasionadamente enamorados como lo está el resto de los matrimonios de este país, pero le aseguro que nos queremos tanto como el que más.
A Klára me la trajo un día mi hermana para que arreglara la casa que, desde que murió mi mujer, estaba muy abandonada. Les aseguro, señorías, que no soy un inútil para las tareas domésticas y que, como cualquier otro español, me sobro para llevar adelante un hogar sin la ayuda de una mujer. Pero la muerte de Elena, mi esposa durante más de treinta años, me había quitado la ilusión por las pequeñas cosas hasta el punto de convertir mi vida en mero sobrevivir. La presencia de Klára, una tarde a la semana, aunque mejoró el aspecto del hogar, no cambió mi estado de animó y la única variación que supuso fue que, cuando llegaba la hora de la merienda, le pedía que interrumpiera su tarea para ofrecerle un café con leche y algunas pastas.
Un día que me distraje, cuando ya había pasado un buen rato de la hora habitual, fue ella la que me buscó. “Tengo hambre” me dijo con los ojos empañados en lágrimas. Sólo dijo eso: “tengo hambre”; todo lo demás: la angustia, el dolor, el miedo, la vergüenza lo leí en su mirada. Supe entonces que en días como aquél mi merienda era su única comida y, con el tiempo, conocí otras muchas miserias que, desde que su madre muriera cuando ella sólo tenía diez años, había padecido hasta llegar a nuestro país. 
La historia sería larga de contar y difícil de entender para quienes como ustedes se casan realmente enamorados, después de haberse prometido formalmente, haber pedido la mano, bordado el ajuar, comprado un piso, celebrado un banquete y recibido regalos de amigos y familiares... Yo, señorías, me limité a abrirle las puertas de mi casa, que ahora es “nuestra” casa, y con ella regresaron la luz y la alegría. Un aire fresco llenó de vida hasta los últimos rincones, alejó el espectro de la soledad, desterró la angustia... Pronto la quise y aprecié que me quería de verdad, que su cariño no era mero agradecimiento. Klára se cuida de mí y del hogar, yo me preocupo de su bienestar y de su futuro; comemos juntos, juntos vemos la televisión, hablamos, vamos al cine, compramos los viernes en el mercado, viajamos algunos fines de semana... Nunca hemos compartido cama. Ni soy el hombre al que una muchacha llega a desear ni puedo olvidar a la que siempre fue mi mujer.        
Si algún día se enamora y se va, no me sentiré estafado... me alegraré de verla feliz y la seguiré queriendo como ella me querrá a mí. Pero de momento son ustedes, señorías, quienes la alejan de mi lado, quienes la condenan a volver a la miseria de la que salió y a mí me devuelven a las sombras en las que me consumía. El delito es no estar tan enamorados como ustedes lo seguirán estando de sus mujeres, no sentir esa abrasadora pasión que consume a todas las parejas de este país, donde sólo el verdadero amor da derecho al matrimonio...
Pero yo la quiero y ella me quiere, señorías, y esa es la única alegación que puedo hacerles para que ustedes, dueños de la justicia y de la ley, nos permitan seguir queriéndonos juntos.

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