Cuando acabo de cenar son casi las doce de la noche y, entre semana, a estas horas, las calles de la ciudad permanecen prácticamente desiertas. Camino con paso firme hacia la parada de los taxis. Hay cinco con el piloto verde encendido y sus conductores sentados frente al volante, escuchando la radio; pero no me detengo ante el primero de la fila, sino que paso de largo, fijándome sólo en las matrículas. La información que me han pasado es buena: El coche que me interesa ocupa el segundo lugar en la hilera. No tendré que esperar demasiado tiempo pero, como no puedo quedarme aquí de pie, mirándolos desde la esquina mientras aparece el cliente dispuesto a ocupar el de la cabeza, cruzo la calle y me meto en la cafetería del Teatro Principal, que permanecerá abierta hasta que acabe la función de la noche. Pido una ginebra tocada con lima y pago la copa antes de tomarla entre mis dedos y aposentarme junto a una cristalera desde la que se divisa la parada de taxis… Así puedo salir sin demora, tan pronto como alguien se acerca al primero de los coches que esperan.
No he tenido que aguardar mucho. Dos jovencitas que andaban abrazadas y se paraban a cada paso para besarse han subido al vehículo. Su luz verde se apaga, pero aún no ha iniciado la marcha, cuando yo ya me cuelo en el segundo.
– ¿Ha visto las tortolitas? –me pregunta malicioso el chófer.
– No me interesan –le respondo secamente, lo más cortante que puedo, para dejar claro que no tengo intención de hablar.
– Disculpe… –se excusa con un tono menos risueño–. ¿A dónde vamos?
– Al Polígono de Vara de Quart. A la calle A, número 17.
– ¿A estas horas?
Ya ha puesto el coche en marcha y empezado a circular. Considero que no tengo por qué darle explicaciones y no le contesto. La voz de la locutora de su emisora de radio interrumpe constantemente la música de fondo, buscando los vehículos más cercanos a los puntos desde los que alguien requiere un taxi. Él toma su micrófono y da detalles:
– Voy para Vara de Quart. A la calle A, número 17.
Es una información que no viene a cuento, innecesaria; imagino que está alertando de que inicia una carrera que, a estas horas de la noche y a un lugar tan despoblado, podría ser peligrosa. La locutora contesta sin variar el tono de su voz. Todo parece controlado. Mi mirada se cruza con la del hombre en el cristal del retrovisor, no aprecio ninguna inquietud, incluso en sus ojos me parece vislumbrar la misma sonrisa irónica de la primera vez.
Han transcurrido ya más de cuarenta años desde entonces, desde la primera vez que nos vimos… o que nos miramos a los ojos. Éramos poco más que unos niños y ahora, que ya estoy jubilado, él estará a punto de hacerlo. Pero sus ojos son los mismos y, pese a que ha perdido la esbeltez de la juventud y llevaba el pelo completamente blanco, me ha sido fácil reconocerlo; entre otras cosas, claro, porque lo estaba buscando… Para él hubiera sido imposible adivinar que era yo el hombre que se subía a su coche, el hombre que tal vez pretende atracarlo tan pronto como salgan de la ciudad. Me miro en el cristal de la puerta justo cuando atravesamos el túnel por debajo de Guillén de Castro… Antes, con las luces de los escaparates, iluminados pese a que hace horas que las puertas de los comercios se han cerrado; el neón de los rótulos comerciales; las farolas; los coches que en las intersecciones de las calles esperan, con las luces y los motores encendidos, a que el semáforo cambie sus colores y nosotros nos detengamos para dejarles cruzar; algún que otro destello ámbar de los camiones de las basuras o azul de los coches patrulla de la policía municipal… hubiera sido más difícil reconocerse. Mi barba, a la que todavía no me acostumbro, también es blanca, pero hace muchos años que he perdido el pelo y la calva reluciente, junto a las gafas redondas, sin cristales de graduación, que para la ocasión me he colocado, me alejan mucho de la imagen de aquel soldado de Figueras que, en abrazo fraternal, lo estrechó al enterarse de que no sólo habían nacido el mismo día (por eso habían coincidido en el reemplazo), sino que, además, eran de pueblos vecinos.
Y ahí surgió Emilia. Allí, en Figueras, más de cuarenta años atrás, su nombre… Ahora, al otro lado de la ventanilla del coche, mientras el mercado de abastos se queda a nuestras espaldas y la zona de Juan Llorens bulle de gente joven que se dispone a vivir la noche, porque ellos no necesitan esperar el fin de semana, yo puedo volver a verla con sólo cerrar los ojos; rehacer en mi mente cada uno de los rasgos de la niña de la que me enamoré cuando todavía llevaba pantalones cortos, viéndola saltar a la comba, o desfilar cantando el “dónde están las llaves”… Y los de la muchacha que acudió a vernos jurar bandera, bella y risueña. Envidié a Jesús, que entonces no era taxista, sino mecánico, e iniciamos una amistad que no había de ser para siempre.
Jesús y Emilia, embarazada ella, se casaron antes de que nosotros acabáramos la mili. La niña no llegó a nacer. A Emilia la encontraron muerta al pie de la escalera de la casa que acababan de comprar y Jesús, que así perdía a su mujer y a la hija que aún no había nacido, amenazó con suicidarse. El caso conmovió a todo el pueblo… menos a mí, que la noche anterior había recibido una llamada de teléfono.
– No tengo a quién llamar. No sé a quién contárselo.
El juego, el alcohol, las amenazas, el miedo.
– Empiezo a temblar cuando lo oigo subir la escalera. Finjo dormir, pero querría estar muerta.
Quedamos para hablar a la mañana siguiente. Yo la acompañaría a consultar con un abogado… pero ella no acudió a la cita. Lo denuncié a la policía, pero el inspector que llevaba el caso, agradeciéndome la buena voluntad, me aconsejó:
– No se meta en lo que no le concierne… sólo le serviría para complicarse la vida. Nunca ha habido ninguna denuncia, ninguna protesta de los vecinos. Ella se ha caído por la escalera. Ha sido un accidente lamentable; los problemas que tuvieran entre ellos no tienen nada que ver.
– ¿Y si él le ha empujado? ¿Y si la ha tirado?
– ¿Quién lo ha visto? El forense ha constatado que fue un accidente…
– Él no sabe.
– Él sabe más que usted y más que yo –me cortó el inspector–, es un profesional. Nadie va a cuestionar su trabajo porque alguien, que no tiene nada que ver en el caso, diga que ella dijo por teléfono lo que fuera.
No me amedrenté y mantuve la denuncia. No llegó a celebrarse juicio. No se repitió la autopsia. Fuimos llamados a declarar y tanto el Juez como el Fiscal consideraron que no había ningún tipo de indicio que justificara actuar de otro modo. No hubo nada que hacer. La última vez que lo vi fue al salir del Juzgado. Pensé que me escupiría a la cara, pero ni siquiera se tomó la molestia de insultarme. Me miró con la sonrisa irónica de siempre y se fue en compañía de su abogada. Al cabo de un año el negocio y la casa cambiaron de dueño. Dijeron que lo había perdido todo en el juego. Él se marchó a la ciudad y nunca más volvieron a cruzarse nuestros caminos. Pero no lo he olvidado. No ha pasado ni un solo día sin que vuelva a acordarme de él.
El coche se detiene en medio de la oscuridad. O hemos pasado volando por encima de la Avenida del Cid y el Barrio de la Luz, o estaba tan ensimismado en mis recuerdos que no me he dado cuenta de nada. Hemos llegado. Es el sitio y me intriga que a él no le sorprenda que le haya hecho traerme hasta este lugar. Aunque hay algunos coches aparcados, las puertas de todas las naves están cerradas. Las farolas sólo alumbran las esquinas y al fondo de la calle se ve el tráfico, relativamente intenso, que cruza Archiduque Carlos en ambos sentidos.
– Son 8,70 –me indica, apartándose un poco para que vea el taxímetro.
Me llevo la mano a la cartera, dándome cuenta de que él, sin perder la sonrisa, no aparta los ojos de los míos. Tal vez está vigilando cada uno de mis movimientos. Tal vez aún no se fía y todavía piensa que lo voy a atracar. La radio sigue encendida. Estoy convencido de que, al otro lado, la locutora escucha lo que está sucediendo. Pienso si alguno de los coches aparcados será un taxi desde el que, con las luces apagadas, nos vigila alguno de sus compañeros. Le tiendo un billete de 10 euros.
– Quédese el cambio –le digo
Parece que no me ha oído. Deja el billete junto a otro dinero y tengo la impresión de que ha cogido las monedas para las vueltas; pero apaga la radio y, cuando se gira hacia mí, me encañona con una pistola.
– Te has portado muy bien –me dice, con una sonrisa dibujada ahora en los labios, pero que se le ha borrado de los ojos–; si hubieras hecho la menor tontería, te hubiera volado la tapa de los sesos–. ¿Qué pensabas, estrangularme en medio de la oscuridad?
– Yo sé que tú la mataste… A mí no me vas convencer de lo contrario.
– Ya sé que tú sabes que la maté. ¿Y qué? Bájate del coche antes de que se me dispare esto… accidentalmente.
Abro la puerta y me bajo muy despacio por el lado izquierdo, por detrás suyo; aprovecho el giro del cuerpo y, cuando mi brazo derecho queda pegado al respaldo de su asiento, saco la pistola del bolsillo. Él no puede verlo. De hecho, justo en ese momento, como ya estoy prácticamente fuera del taxi, gira la cabeza para seguir vigilándome desde el retrovisor. Dispongo de menos de un segundo para dispararle en la nuca. Es sólo una bala, pero es suficiente. Cae de bruces sobre el volante y yo cierro la puerta. Luego camino hacia el coche, que he dejado aparcado al medio día frente al número 17 de la calle A.
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