viernes, 15 de junio de 2018

MORDIDA LUNA LLENA

También había luna llena la noche en la que Paloma Vallés subió al escenario para recoger el premio a toda una vida dedicada al cine. Cuando bajó de la limusina, anduvo con paso firme sobre la alfombra roja, sin inmutarse ante los destellos de los fotógrafos ni las antorchas de las televisiones, sin apartar la vista de la luminosa esfera blanca que, mordida por vaporosas nubes grises, le ayudaba a recordar el día lejano en el que se había rodado la segunda escena de la secuencia tercera de la película que la había llevado a la fama. Sabía que cuando el encorsetado maestro de ceremonias dijera su nombre y ella se levantara de la butaca para subir al escenario entre aplausos, sobre la pantalla se estarían proyectando esas imágenes y todo el mundo volvería a pensar que nunca había brillado tanto como actriz.

Paloma, para preparar su personaje de Jerónima, no sólo se había aprendido el guión de memoria, sino que también se había documentado a fondo sobre múltiples y minúsculos detalles, acopiando todos los pormenores sobre la historia y la personalidad de la mujer que fuera la amante del Greco y la madre del hijo que se crió con él, mientras ella purgaba su desliz encerrada en un convento… Sabía, por ejemplo, que en el museo donde se iba a rodar la película, nunca había vivido el pintor, ni en sus sótanos había tenido el Marqués de Villena, como también se cuenta, su laboratorio de alquimista y nigromante, desde el que algunas noches, convertido en murciélago, saliera en busca de los placeres que su mujer le negaba… 



Al edificio, coronado por un torreón acristalado, se llega serpenteando por el estrecho y quebrado callejón de Samuel Leví, que se abre paso entre la sinagoga del Tránsito y la puerta principal del museo. La actriz trató de impregnarse del espíritu de aquellas piedras, de aquellas estancias y corredores, imaginándose cómo se habría movido la amada del pintor por aquellos cuartos, si éstos hubieran existido… Se imaginaba entrando por el portón trasero, la puerta del jardín; sólo era la amante, Doménico le habría abierto a espaldas de su servicio; se habrían parado tras cada uno de los chopos para esconderse y besarse, bajo cada uno de los porches, con el temor a ser observados desde alguna de las celosías que cubrían las ventanas; se habrían amado en las caballerizas, sobre la paja fresca, sobre el heno recién cortado, al calor de los caballos o, si lograran alcanzar sin ser vistos la pequeña escalera que subía al torreón, en lo más alto de la casa, queriéndose mientras contemplaban bellas puesta de sol y escuchaban el piar de los vencejos y las golondrinas, que surcarían la estancia aprovechando la ausencia de cristales.


El primer día, mientras le llegaba la hora de ponerse frente a la cámara, había recorrido todas las estancias del museo, explorando cada uno de los rincones que, cerrados al público y sin vigilantes, adquirían una aureola inquietante y acogedora, a medida que oscurecía y ella caminaba sobre las losas desnudas, sin preocuparse de encender las luces. Llegó así hasta lo más alto del torreón y se encontró la puerta cerrada. De entre las sombras apareció una figura que la sobresaltó. Se presentó a sí mismo como Enrique, el vigilante nocturno, y se ofreció a abrirle la pequeña portezuela; ella no supo qué responderle, el timbre de la voz había sonado en sus oídos como una caricia y, al mirarla, los ojos del desconocido parecían resplandecer. Se sintió turbada mientras un escalofrío de placer erizaba el vello de su piel; apenas pudo decir que sí con un ligero movimiento de cabeza. Él sacó una llave tan antigua como el resto de los muebles que decoraban la estancia y le franqueó el paso, para que ella contemplara el espectáculo de una agonizante puesta de sol, del que sólo quedaba una pálida raya de luz en el horizonte más lejano, y escuchara como los vencejos buscaban la oscuridad, volando bajo el artesonado. El vigilante la aguardaba junto a la puerta, pero ella lo sintió todo el tiempo a sus espaldas con tanta intensidad como si la tuviese abrazada.

Cuando un día después, caída la tarde y finalizado el último ensayo, volvió al torreón antes de que se rodaran las tomas definitivas, no lo hizo tanto porque necesitara seguir explorando la casa como porque deseaba volver a verle. Enrique parecía estar esperándola; le abrió la puerta sin preguntarle si era eso lo que quería, y tuvo la intención de quedarse bajo el quicio, aguardando como la vez anterior; fue ella quien lo tomó de la mano y fue ella quien primero buscó sus labios. Se besaron intensamente, sin pausas, sin sosiego, sin respiro, sin palabras, sin saciarse, sin sentir o pensar que tras los besos tuvieran que llegar otras caricias. Cuando se dio cuenta de que los vencejos habían dejado de oírse, bajó corriendo las escaleras, iluminadas apenas por una resplandeciente luna llena, mordida por vaporosas nubes grises. 

Buscó a sus compañeros para darles una explicación de esa ausencia que, posiblemente, retrasaría un día el final del rodaje; así es que le sorprendió encontrar a los técnicos recogiendo los equipos de luz y sonido, como si todo estuviera acabado. El director la saludó alborozado y le sonrió cariñoso: “Has estado magnífica, nunca te había visto así”. La abrazó efusivo y, sólo cuando se despedía, se volvió para decirle que felicitara también a los maquilladores: “Estabas completamente transformada”.

Paloma regresó al museo la noche siguiente. El edificio cerrado, sin cámaras, luces ni cables a su alrededor, le pareció abandonado, como las vacías callejuelas que lo rodean y que cierran todos sus comercios y talleres de artesanos tan pronto como desaparecen los turistas. El timbre que pulsó retumbó a lo largo de las estancias desnudas, rebotando de pared en pared. Confiaba en que Enrique saldría a abrirle pero, después de una larga espera, fue un hombrecillo de pelo blanco y alborotado quien se asomó por un ventanuco de la puerta principal. La reconoció enseguida y le franqueó la puerta, feliz con la inesperada visita. Ella accedió, pero preguntó impaciente por Enrique. ¿Enrique? No, no había ningún vigilante nocturno que se llamase así; y esa noche, como las dos anteriores, estaba solo. 

El guardián accedió a acompañarla al torreón. Subió las empinadas escaleras, como si todavía no hubiera perdido la esperanza de que, de entre las sombras, fuera a surgir una vez más el hombre que la había besado hasta hacerla olvidarse de sí misma. Su acompañante bajó la manivela y la puerta se abrió sin necesidad de llave. La luna, que apenas había menguado y casi parecía llena, iluminaba la estancia; pero ni los vencejos ni la fresca brisa de la noche podían atravesar los cristales que cerraban sus ventanas… Sólo una sombra oscura aleteó por el artesonado. “Es un murciélago”, le explicó el vigilante para que no se asustara.

Paloma sintió que alguien la cogía del brazo y los aplausos la sacaron de sus recuerdos. Sobre la pantalla que ocupaba el fondo del escenario se pasaban las imágenes en blanco y negro de aquella escena tercera de la segunda secuencia en la que ella estaba totalmente transformada en su personaje: Aquél había sido el momento más glorioso de su carrera… y no recordaba haberlo vivido. Se levantó de la butaca y, tan erguida como los muchos años cumplidos le permitían, subió al escenario. Los aplausos no paraban. Ella, de espaldas ya a la pantalla, se acercó al micrófono cuanto pudo y confesó: “Ésa no era yo… Era Jerónima”.


Los aplausos se hicieron más fuertes y algunos de los asistentes se levantaron de sus asientos para vitorearla. Paloma no pudo contener las lágrimas… pero no eran de emoción, sino de soledad, de vacío, de tristeza.                                                                                              

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