El pueblo era pequeño aunque se sentía grande. Las calles más importantes tenían aceras de cemento, que permitían no llenarse los zapatos de barro durante los largos inviernos en los que, si dejaba de llover, era porque iba a nevar. Las mejores casas estaban en el centro; eran las de los ricos, las de las familias que tenían apellido, panteón en el cementerio y jornaleros que se quitaban la boina para saludarles; las puertas de la calle siempre permanecían cerradas y relucientes, con picaportes y aldabas de bronce a los que ningún niño osaba tocar… Lo que hubiera en esas casas era un misterio para quien cuenta esta historia. Las imaginaba atestadas de muebles pesados, maderas nobles que olían a perfumadas ceras; lámparas en cuyas lágrimas de cristal la luz se descomponía en brillantes colores; mullidas alfombras, tal vez traídas del lejano oriente para silenciar los pausados pasos del señor, vestido de batín y con bufanda al cuello; dorados pomos y manivelas en las puertas; un cuarto de baño con azulejos blancos y una bañera grande que se podría llenar de agua caliente; un patio sin conejos ni gallinas, sin gorrinera, con árboles que no tendrían la obligación de dar fruto; rosales y otras flores sin nombre conocido… Pero todo esto lo imaginaba tal y como lo muestran en las películas, porque entrar, nunca entró a ninguna y no supo, por lo tanto, si también tenían una librería con cristales que protegieran del polvo libros antiguos, heredados de un antepasado que leyera el Quijote, a Blasco Ibáñez o folletines encuadernados con tapa dura, forrada en tela y con estampaciones en oro.
Los guardias civiles vivían en el cuartel con sus familias (mujeres y niños forzados, por la profesión del padre o el marido, a convivir en un espacio tan reducido que resulta extraño qué la situación no haya dado origen a más novelas). Los maestros y comerciantes, los empleados de los bancos y las oficinas, algún profesional que trabajaba por su cuenta (ya fuera herrero o albañil, carpintero o pintor), ocupaban los primeros pisos que se construían o las casas baratas que podían pagarse en cuotas mensuales. En las viviendas había tres habitaciones y un sólo y minúsculo cuarto de baño, con media bañera. La cocina y alguna de las alcobas daban a un patio en el que crecía un jazminero entre macetas de claveles, mientras en un rincón se apilaba la leña que alimentaría la estufa en el invierno (el mismo de antes, el de las lluvias pertinaces y las copiosas nevadas). El olor de los leños se hacía más intenso cuando se mojaban con los aguaceros de los primeros días del otoño, apenas había terminado la vendimia... El resto de las habitaciones daban a una calle ancha, por la que, al atardecer, paseaban los novios cogidos de la mano; o a una plaza en la que los niños jugaban al “pillao” y al escondite, al corro de la patata y a adivinar con quién se casaría la niña que fuera a por las llaves del castillo que, como todo el mundo sabe, estaban (no sé si todavía), en el fondo del mar. Sobre los tejados de algunas de estas casas crecían las primeras antenas de televisión y, en las pequeñas salas de estar, un Inter o un Telefunken ofrecían las noticias del telediario, los programas infantiles de Herta Frankel y la perrita Marilín, las telecomedias de Jaime de Armiñán, las novelas que sólo duraban una semana, las galas musicales de los sábados y las series norteamericanas… en blanco y negro, como todo lo demás. Junto al televisor, un tocadiscos y varios discos de moda (los Cinco Latinos, José Guardiola, Filippo Carletti y su Cuarteto…) y, en algunas casas, hasta cuatro o cinco libros: novelas de Gironella y de Martín Descalzo, vidas de santos, un libro de teología que nadie leería nunca ni nadie hubiera podido entender, algunos cuentos infantiles con dibujos y, fuera del alcance de los niños, un ejemplar de “La Codorniz”, comprado a escondidas en la capital.

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