Acabo de llegar a la habitación. Se supone que estas cuatro paredes van a ser mi hogar durante los próximos meses… Se supone, pero no es seguro. Y tampoco son sólo cuatro paredes. Hay también un balcón que da a la calle Diputación, desde el que alcanzo a tocar las ramas de los arces, y hay dos puertas de madera, lacadas en blanco y con manivelas de latón. Por una de ellas se entra y se sale al cuarto; por la otra, de cristales, se accede a una alcoba más pequeña, con una sola cama; es la habitación de José Luis, un estudiante de arquitectura, vasco, que está haciendo las milicias como alférez. Vicente y yo somos soldados rasos, él de ferrocarriles y yo de infantería, aunque estoy destinado en el Gobierno Militar, en una oficina que está junto a la sala en la que juzgan a los insumisos. Yo no alcanzo a verlos; yo soy un simple chupatintas y hago la mili rellenando oficios y formularios, ciñéndome siempre a unas plantillas que no permiten variaciones ni adornos literarios, aunque están llenas de florituras; desde un mostrador atiendo a los generales retirados, que vienen a renovar su carné de general retirado; la mayoría de ellos están sordos y enfadados porque Adolfo Suárez quiere legalizar al Partido Comunista; me dictan sus datos gritando y nunca sé si es porque son sordos, porque están enfadados o, simplemente, porque son generales; pero no son mala gente, de verdad; lo parecen, pero no lo son. En la oficina trabajan otros soldados que, como yo, están bajo las órdenes directas de algún suboficial; son sargentos y brigadas chusqueros, es decir, que empezaron como soldados rasos y han ido subiendo en el escalafón con el paso de los años; son los peores porque, pese a los galones de las hombreras y la paga de final de mes, se siente inferiores a quienes hemos hecho el bachillerato o hemos aprendido taquimecanografía en una academia; sólo se salva el sargento Ventura, que es de Salamanca; cuando sea escritor, lo voy a consagrar en algún relato. Él y el comandante Fonseca, que está a punto de retirarse y, por lo que dicen, siempre ha tenido un fino sentido del humor, nos ayudan a desenvolvernos sin mucho tropiezo entre tantos galones y estrellas; también he contado siempre con la simpatía de nuestro teniente coronel, el que más manda de todos los que mandan en la planta en la que está mi oficina; la primera vez que nos vimos y lo saludé todo lo militarmente que he sido capaz de aprender en el campamento, me dijo “Déjate de tonterías”; es buena gente, aunque todavía no ha superado lo de la muerte de Franco y odia (también casi a muerte), al Rey, a la UCD, a los socialistas y a Santiago Carrillo. Vicente y Hugo Francisco se parten de risa cuando les cuento estas cosas. Vicente, más que un soldado, parece un maquinista de tren o un basurero, porque su uniforme es azul y no caqui como los de todo el mundo; con el uniforme puede subir gratis al metro siempre que quiera, sin necesidad de colarse, como tenemos que hacer Hugo Francisco y yo. Hugo Francisco no es soldado como nosotros, es inmigrante chileno. Hasta ahora yo sólo había conocido emigrantes españoles, padres de mis amigos de la infancia, que trabajaban en Francia, en Alemania o en Suiza y que sólo venían al pueblo en verano, cuando las fiestas, para pasar las vacaciones con la familia; luego Jordi me contó de algún compañero nuestro del bachillerato que, por cuestiones políticas o para no hacer la mili, se había marchado a Francia; pero ahora, que Franco ha muerto, resulta que algunos chilenos, como Hugo Francisco, se vienen a España huyendo de Pinochet. Se fue primero a Buenos Aires y, cuando junto la suficiente “plata” para el pasaje, se vino a Barcelona. Yo lo conocí cuando ambos andábamos buscando habitación, cada uno por su lado; coincidimos en un rellano, ante una puerta a la que los dos habíamos llegado a la vez, un piso en el que el “Diario de Barcelona” anunciaba que se alquilaba una habitación; ya estaba ocupada y bajamos juntos la escalera, hablando de nuestras cosas; decidimos que nos avisaríamos el uno al otro si encontrábamos un sitio donde cupiéramos los dos… Y al final vamos a ser tres, porque este cuarto con balcón a la calle es espacioso y, además de las tres camas y las dos puertas, tiene una mesa camilla, de la que ya me he apropiado poniendo sobre ella mi máquina de escribir “Andina” y mi biblioteca: “El Quijote” (la edición de Ramón Sopena para pobres, el mismo que años más tarde quemará Pepe Carvalho en “Tatuaje”) “Cien años de soledad” (la primera edición, la de la Editora Sudamericana en Argentina), los Cuentos de Cortázar (publicados por el Círculo de Lectores), un resumen de “El espectador” de Ortega y Gasset, que apareció en la biblioteca RTV de Salvat, un Diccionario de Sinónimos y Antónimos que me compró Chima para el último San Valentín, el “Rayuela” que me regaló Pilar, mi profesora de literatura en bachillerato; los “Principios de Psicología” de José Luis Pinillos y “La voluntad” de Azorín… Tengo más libros, pero están en Vall de Uxó, en la casa de Chima; ahora sólo me he traído éstos, sin los que me parece que no podría pasar. Vine ayer a traerlos, junto a la máquina de escribir y mi ropa de paisano; hoy ya me he venido yo, vestido de militar, para quedarme; con uniforme y las manos en los bolsillos, algo que está prohibido… Pero seguramente también está prohibido inventarse que uno tiene una tía en Barcelona y que ella se hace responsable de tu alimentación y de tu cuidado, para que te dejen vivir fuera del cuartel. Y yo no sólo me he inventado una tía, y la he bautizado con un nombre y la he puesto a vivir en esta misma dirección de la calle Diputación, en la que Feli me ha alquilado una cama de esta habitación que voy a compartir con Vicente y con Hugo Francisco, junto a la alcoba de José Luis; sino que, además, he encabezado con su supuesto número de DNI y he rubricado con su firma cuantos papeles ha tenido que rellenar... Y ahora, que ya tengo el pase pernocta en el bolsillo y he dicho “hasta mañana” a los compañeros que hacían guardia en la puerta, empiezo a preguntarme qué pasará si se descubre que todo es mentira; porque, además, no me queda más dinero que el que llevo en el bolsillo, justo lo que tengo que darle a Feli por el primer mes de alquiler; ni una sola peseta para la cena de esta noche o la comida de mañana. ¿De qué voy a vivir todo este tiempo? ¿De dónde voy a sacar para el alquiler del siguiente mes? ¿Por dónde voy a comenzar a buscar trabajo? Todo parecía muy fácil mientras lo imaginaba, mientras lo planeaba, mientras soñaba con una vida casi normal, fuera del cuartel, con un trabajo, tiempo para ir al cine o a la biblioteca, posibilidad de leer o escribir hasta altas horas de la noche, libertad para moverme por la ciudad… Pero cuando se ha convertido en realidad, ha llegado el miedo y he empezado a sentir angustia. El primer viaje a la nueva casa lo he hecho sumido en una oscuridad que iba más allá que la del túnel del metro. Me he apeado en la estación de Gerona y he subido lentamente las escaleras. La tarde recién empezada se me ha antojado tan gris y sombría como el futuro que se cierne sobre mí; el aire que me llegaba húmedo, desde un mar cercano que no se ve, me ha parecido helado, pese a que el otoño apenas está a mitad, y una hoja de falso plátano, arrastrada por el mismo viento que trae a las nubes desde mar adentro, ha caído sobre mí y se ha quedado enredada en el “tres cuartos”… He tenido la intuición de que nunca voy a olvidar ese momento, de que ese hecho anodino: una hoja de arce que cae ante mis ojos en una tarde de otoño, será una de esas nimiedades que se recuerdan toda la vida sin saber muy bien por qué…
O tal vez, he pensado mientras cruzaba la calle Nápoles, sí que haya un motivo para recordar siempre este instante: El mero hecho de que habrá un mañana, de que habrá un futuro para recordarlo. Y eso querrá decir que toda esta oscuridad se habrá desvanecido, que podré mirar hacia atrás y saber lo que ahora no puedo ni imaginar: cómo salí adelante... Acabo de llegar a la habitación. Se supone que estas cuatro paredes van a ser mi hogar durante los próximos meses… Voy a clavar esta hoja junto a la puerta del balcón; la veré cada noche, cuando me acueste, y sabré que he resistido un día más, que voy a llegar a la mañana siguiente, que sí había salida, aunque yo no supiera dónde tenía que buscarla.
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