"Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, saca la bota María que me voy a emborrachar..." Álvarez, al volante de su coche, cantaba villancicos, aunque no pensaba celebrar la Navidad. Era el veinticuatro de diciembre del año en el que sucedieron estos hechos y algo se le había pegado del ambiente, de las luces navideñas que, a la altura del frontón, daban la bienvenida al pueblo a los valencianos, o sea, a aquellos que un día lejano se fueron a trabajar a Valencia y mantuvieron su casa para seguir regresando al pueblo; o a los hijos de estos; o a los amigos de unos y de otros que vinieron un día por las fiestas, o por la Virgen o en otras Navidades más lejanas y, desde entonces, se hicieron también un poco de aquí… como empezaba a pasarle a este hombre, que llevaba ya varios meses viviendo en el hostal, sin que nadie supiera muy bien de qué.
Cuando días después, acodado como otras veces en la barra del bar y con su tercera cerveza a medias, me contó lo que le había ocurrido aquella noche del veinticuatro de diciembre, Álvarez trató de excusarse a sí mismo alegando que cuando sucedió estaba bebido.
— La embriaguez —le alegué yo en plan moralista—, debería ser un agravante en vez de un atenuante de los delitos, porque el que bebe se pone voluntariamente en estado...
—Déjese de rollos y permítame acabar la historia -me cortó él, con la misma amabilidad que en otras veces me había dicho pesado, pedante o piropos
similares.
El caso es que el hombre, en ocasiones, se sentía solo y, pese a los amigos que iba haciendo por el pueblo, a veces sentía nostalgia de esa familia que debió de tener en la niñez, o de alguna pareja de la que nunca nos habría hablado, o de los conocidos que dejó en su tierra natal... Y el vacío u otras carencias le empujaban, de tarde en tarde, a buscar la compañía de alguna...
— ¿Puta?... ¿se dice "puta"? — me preguntó casi desafiante, como si la culpa de lo que le pasó fuera mía o fuese yo el responsable de las palabras que se usan en esta historia.
— O meretriz, o ramera, o prostituta, o chica de alterne, si así le suena más suave.
— ¿Y si son sólo niñas empujadas por el hambre o por el miedo, que lo último que querrían hacer en esta vida es lo que están haciendo?
Me puse serio. Los ojos de Álvarez se habían humedecido y, aunque no llegarían a derramar ninguna lágrima, comprendí que su tristeza venía de más allá de las cervezas que lo había puesto nostálgico y locuaz.
— Diga simplemente que necesitaba la compañía de una mujer... Cualquiera puede entenderlo.
— De una muchacha... Y le juro que no es sólo por echar un polvo. Son las ganas de hablar y ser escuchado de otra manera, de que unos ojos se beban tus palabras, de sentirte deseado, admirado, importante... Las ganas de que una mujer bonita te coja la mano, te acaricie la nuca y te diga unas frases al oído, aunque tú sepas que no son sentidas y que toda la magia se esfumará en cuanto aceptes su propuesta y os quedéis a solas, desnuda ella, desnudo tú y desnudo el cuarto desangelado, donde ya lo único que desea de ti, lo único que le interesa, lo único que pretende es que acabes cuanto antes... quizás porque siente asco y quiere pasar el mal rato rápidamente, como el niño que se traga la medicina que le repugna o el recluta que limpia las hediondas letrinas.
Álvarez había oído cantar villancicos toda la tarde. Sonaban en la emisora local que tenían sintonizada en los comercios, en los programas de televisión que ambientaban los bares, los cantaban los niños que pedían el aguinaldo por las calles... Había cenado solo en el hostal, en su mesa de siempre, y luego, cuando salió con la intención de tomarse una copa con alguien, se encontró con que todo estaba cerrado. Las familias se reunían en las casas o cenaban con los amigos. A eso de las doce vio a la gente acudir a la iglesia para la Misa del Gallo. No era él hombre de misa, pero se asomó y, en medio de la algarabía, se sintió aún más solo. Decidió regresar al hostal y encerrarse en su cuarto a ver la televisión en compañía de una botella de güisqui. No tenía sueño y la programación navideña, regada con el alcohol, terminó por hundirlo en la melancolía que, a eso de las dos de la mañana, lo devolvió a la calle y le hizo coger la carretera.
Aunque no asiduo, en el club ya era hombre conocido. Últimamente repartía sus visitas entre dos hermanas dominicanas, Cecilia y Leonor.
— Es por el morbo, ¿sabe? Como son hermanas... Por lo demás lo mismo da una que otra; ni siquiera sé cuál de las dos es la mayor o la más joven, porque ninguna debe llegar a los veinticinco. Ya le he dicho que lo importante es la espera, mientras te haces de rogar y te dejas querer. Luego, cuando salgo del reservado, aún me quedo allí en la barra hasta que cierran, tomando otra copa, haciendo tiempo y, si no hay gente, pues hablando con ellas que ya no pretenden nada y, aunque de otra manera, siguen siendo una compañía agradable.
Eran ya las cuatro de la mañana, era ya 25 de diciembre cuando empezaron a apagar luces y Alvarez se dispuso a salir.
— Espera un momento —lo llamó la muchacha con la que había estado aquella noche-. ¿Nos puedes hacer un favor?
Él se ofreció, con una caballerosidad etílicamente acentuada.
— Acércanos a la cabina del pueblo, para llamar por teléfono.
— ¿A estas horas?
— En Santo Domingo son todavía las once de la noche, aún no ha nacido el Niño Dios.
Las esperó en el coche, aunque ellas le dijeron que podían volver andando. A través del cristal las vio pegarse al teléfono, cara contra cara para alcanzar las dos al audífono, cuerpo contra cuerpo para arrebujarse del frío. Vio a la una marcar el número de la tarjeta que la otra le leía, luego el que se sabían de memoria y, en medio de aquel silencio de helada madrugada de diciembre, le pareció incluso escuchar los tonos que marcaban la llamada.
— Mamá...
— …
—No podemos hablar mucho, sólo nos quedan ocho minutos en la tarjeta.
Ocho minutos para decir "Feliz Navidad", para escuchar las voces queridas tan cercanas como si los seres amados estuvieran ahí mismo, como si cerrando los ojos y estirando el brazo pudiera acariciarse la cara de la madre, el pelo de la hermana pequeña o alzar en brazos al hijo que se quedó esperando el regreso.
— Sí, papito, claro que sí, te llevaré un camión grande... sí, de bomberos... sí, con una escalera que llegue al cielo.
Ocho minutos para decir que todo va bien, que el trabajo es bueno, que la ciudad es bonita, que los jefes las estiman, que comen mucho, que no pasan frío, que no se preocupen.
Al otro lado todos se pelean por pasarse el teléfono, todos quieren decir "feliz Navidad"... Pero el tiempo vuela. Ya sólo un par de minutos para preguntar si llegó el último dinero enviado.
— Es para la cuota, que no se pase el plazo —suplican más que recuerdan—, y para los regalos del Niño Dios. Cómprenle a Nicolás Alberto el camión y paguen la cuenta del almacén. La semana que viene mandaremos para lo del tejado, pero que lo arreglen.
— …
— Adiós mamá, se va a acabar... adiós... adiós... adiós...
Hasta Álvarez llega ahora el tono repetido de la comunicación cortada.
Las dos hermanas se vuelven hacia el coche. Está a solo dos pasos, pero ellas siguen abrazadas. Leonor rompe a llorar tan pronto como se han sentado. ¿O será Cecilia quien se sorbe las lágrimas? Álvarez no lo sabe porque no se atreve a mirarlas, ni siquiera cuando se bajan, de nuevo le dan las gracias y juntas, muy juntas, vuelven al club, ya con la puerta cerrada y las luces apagadas hasta el día siguiente.
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