Su casa estaba a las afueras del pueblo. Era una vivienda nueva, algo apartada de las viejas y enjalbegadas casonas del lugar. La rodeaba un jardín, en una de cuyas esquinas Mario se había hecho un invernadero; allí, como si se tratara de un minúsculo arsenal, junto al rastrillo y las azadas, los sacos de abono y las macetas de barro, guardaba algunas flámulas y gallardetes, maromas y un bote de brea que se había traído del barco. En el interior de la casa había un salón grande, con un amplio ventanal y una chimenea casi siempre encendida. Desde la cristalera, orientada a poniente, se veían las viñas, los barbechos y, ya rayano al horizonte, un pinar por entre el que cada tarde se escondía el sol. Sobre la repisa de la chimenea descansaban unos cuantos libros, encuadernados en piel gastada por el uso. Eran novelas. Mario, al que en el pueblo llamaban el Marino, las leía junto al calor de la lumbre en invierno y al fresco de una parra en verano. Mientras pasaba las hojas de los libros fumaba en pipa y el humo de las hebras del tabaco se mezclaba con las palabras lentamente murmuradas. Cuando Amparo vivía, ella se sentaba a su lado y él elevaba la voz. Amparo, su mujer, había muerto el año anterior.
Llegaron a La Mancha buscando un clima más seco. Huían de la humedad del mar, de las densas brumas entre las que se habían conocido siendo todavía niños, cuando todo -menos el mar- les asustaba. Habían dicho los médicos que Amparo podría curarse bajo aquel cielo azul de fríos amaneceres y rojizos horizontes, en aquella tierra parda de dorados rastrojos; y hasta allí llegaron, cuando él ya se había jubilado del barco, pero aún se pasaba las horas asomado al acantilado y rodeado de gaviotas.
-- No. No nos vayamos --le pedía ella cuando lo descubría con la mirada perdida en la lejanía azul.
-- Sí. Nos iremos y te curarás esa tos que no se apaga.
-- Somos viejos. ¿Qué puedo vivir ya en ninguna parte? Sigamos aquí.
Se marcharon y, aún así, como ella misma intuyera, Amparo había muerto al poco de llegar. Él podía haber regresado entonces junto a la escarpada costa y los arrecifes, pero nunca se habían separado y Mario no supo ya a dónde volver sin ella. Se quedó lejos del mar para poder visitar cada mañana el cercano cementerio de tumbas olvidadas entre cardos e hinojos.
Nunca encendía la pipa hasta que había regresado del cementerio, con la barra de pan comprada a su paso por el pueblo. Lo hacía muy despacio, con mucho cuidado y la misma concentración que si fuera un sagrado ritual: Picaba las hebras de tabaco entre sus dedos, las metía pausadamente en el hueco de madera quemada y las aplastaba con el índice de su mano derecha. Siempre fumaba tabaco picado. Siempre hebras de fuerte aroma que guardaba en una vieja lata y que a veces se liaba en sedoso papel de librillo. Mientras se fumaba esa primera pipa de cada mañana, se sentaba en la mecedora y se balanceaba sumido en sus recuerdos mientras, a través del ventanal, contemplaba el árido campo, las secas tierras manchegas y la carretera que, como el sol de la tarde, se perdía por el horizonte.
Desde el amanecer hasta las primeras sombras de la noche, la carretera permanecía prácticamente vacía. El otoño, recién comenzado, se había llevado a vendimiar a las gentes del pueblo. Al oscurecer, cuando él se dispusiera a avivar la lumbre para que las llamas caldearan el salón, los vendimiadores volverían en sus carros. Hombres y mujeres cantarían canciones subidas de tono, beberían el último vino de sus botas y, si a través del ventanal lo veían, lo saludarían desde el camino aunque él sólo pudiera ver el movimiento de las manos y no escuchar su “¡Adiós, Marino!”. Algunos de ellos nunca habían visto el mar.
Mario conocía ya a todos los hombres de por allí. También a muchas de las mujeres. Cuando, de regreso del cementerio pasaba por el pueblo, se pasaba al horno a recoger el pan y se paraba un rato en la taberna. Se bebía una copa de aguardiente, que le recordaba el orujo de sus despertares junto al mar, y leía el periódico del día anterior. Si había algún parroquiano comentaba con él las noticias o escuchaba los cotilleos del pueblo y luego, cuando aún vivía, se los contaba a Amparo:
-- ¡Hay un mar bajo nosotros!
Se lo había dicho excitado, con un brillo en los ojos que ella no le había visto desde que llegaran a La Mancha. Pero Amparo no atinaba a comprender.
-- Sí, un mar. Un gigantesco mar de agua dulce bajo estos secos campos, bajo el polvo, bajo el trigo... Un mar sin barcos ni gaviotas, pero un mar, un mar...
-- ¿Cómo lo sabes?
-- Lo dicen los periódicos, lo dicen en el pueblo... La gente quiere sacar ese agua para regar... Yo la quiero para navegar.
Al decirlo sonreía para sí, aunque dos lagrimones habían asomado a sus ojos. Cogió las manos de su mujer y añadió:
-- Seguimos sobre el mar. Navegamos en esta casa nuestra... Quizás, si pusiéramos mucha atención, oiríamos el batir de las olas.
Mario nunca pudo escuchar el rumor de ese océano sin nombre pero, cuando llegó la primera primavera y las mieses crecieron, descubrió las olas que el viento formaba al mecer el trigo. Su casa, como él dijera, era un barco navegando en el verde mar que, cuando llegó el verano, se volvió de oro.
Aquella tarde de aquel otoño, en la que los vendimiadores aún no habían regresado a sus casas cantando canciones subidas de tono, ni él aún había avivado la lumbre, ni ellos aún le habían dicho adiós a través del ventanal, Mario recordaba aquella última ilusión compartida con Amparo. Dejó que su pipa se apagara y se fue confundiendo con la oscuridad que entraba de fuera a medida que anochecía. El lejano y monótono tañer de la campana de la iglesia lo sacó de su ensimismamiento. La melancolía y los recuerdos le habían nublado la vista y lo habían dejado aterido sobre la mecedora, largo rato inmóvil.
Mario, el Marino, se sentía solo. Estaba solo.
Antes de levantarse volvió a encender la pipa. Luego se acercó a la chimenea con andar cansado y la espalda encorvada por el frío y el paso de los años. Añadió ramas a las ascuas que quedaban y sopló sobre ellas hasta que la leña crepitó y unas cuantas centellas chisporrotearon por encima de su cabeza. Las llamas iluminaron el salón, calentaron sus manos y devolvieron el color a su rostro, pero en su interior seguía presente la nostalgia de un mar lejano y la congoja de saber, bajo sus viejas botas, otro mar sin barcos ni gaviotas.
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