viernes, 15 de junio de 2018

VEINTE INVIERNOS DESPUÉS

No era más que una mujer caminando por una acera de la gran ciudad. Una mujer más, cruzándose con decenas y decenas de personas que, arropadas con sus abrigos, se arrebujaban del frío en las primeras horas de una tarde gris. Si alguien se hubiera fijado en ella, ni le habría echado los cincuenta años a los que se acercaba, ni habría advertido signos de nerviosismo en su modo de andar, con pasos menudos, hacia el interior de la estación de trenes, desde cuyo vestíbulo llegaba hasta la calle el anuncio de las próximas salidas y llegadas.
   Tampoco ella prestaba atención a quienes la rodeaban. En otro momento, tal vez se hubiera preguntado por los oscuros impulsos que movían a aquellos desconocidos, que la rozaban al pasar por su lado con tanta premura… Historias con las que, por un único instante, accidentalmente, confluía su propia vida; unas y otra la suma de pequeñas maravillas, de minúsculos milagros que, convertidos en rutina, la habían llevado a ser ella misma y regresar allí, veinte años después, a la misma estación de trenes en la que todo había empezado una tarde igual de fría, un día igual de gris del ya lejano invierno de 1957.
        Un enorme panel, sobre las taquillas en las que los viajeros hacían cola para sacar su billete, indicaba que aún faltaban treinta minutos para la llegada del tren que ella había estado esperando toda la vida. No existían esos adelantos cuando había entrado por primera vez en aquel mismo lugar, después de haberse cruzado a pie toda la ciudad, cogida del brazo de él, cargados con un cesto de mimbre y una maleta de madera que, juntos, habían comprado esa misma mañana… A pesar del tiempo transcurrido, todavía podía recordar cada uno de los objetos que componían aquel escueto equipaje; y le bastaba con cerrar los ojos un momento para percibir, con intensa nitidez, el olor del bizcocho recién hecho que salía de la cesta.

    Rodeados de un gentío alborotador, como si la muchedumbre tratara de espantar el frío a voces, habían tomado un café con leche en la barra de un bar que, con una luz mortecina y un suelo lleno de papeles y restos de comida, muy poco tenía que ver con la cafetería en la que ahora se dispuso a esperar, en medio de un comedido silencio. Cómodos sillones habían sustituido a las viejas sillas con el asiento de enea y el camarero que, solícito y pulcramente vestido, la atendía, en nada recordaba al que, con barba de varios días y la colilla apagada entre los labios, les hablaba de tú a tú mientras les servía… Quizás, pensó, más que las luces de neón o los trenes, más que el vestíbulo o la cafetería, eran los seres humanos quienes todo lo hacían diferente veinte años después. ¿Qué tenía que ver ella, por ejemplo, con la muchacha que acompañara a su marido a la estación?
        Estaban recién casados y él se fue al extranjero para hacer fortuna. El hambre de la posguerra aún era un recuerdo cercano y los tiempos estaban malos… Pero ellos estaban llenos de ilusiones y tenían toda la vida por delante para hacer sus sueños realidad. Decidieron que ella se quedaría en el pueblo, al cuidado de la pequeña huerta y de los pocos animales que tenían, y que él, por difícil que fuera, pasaría unos años en otro país, como tantos otros habían hecho: trabajando noche y día en las tareas más arduas y pesadas, viviendo en una habitación realquilada a cualquier otro español, privándose del más pequeño de los caprichos, con el fin de ahorrar hasta la última “peseta” y regresar cuanto antes… Cuando llegara el momento, cuando el cesto de mimbre y la maleta de madera tomaran el tren de vuelta, todo sería diferente:
-Pondremos una gasolinera –soñaba él que, de paso, se veía capaz de arreglar alguna rueda o hacer una pequeña reparación.
-Una tienda de ultramarinos – proponía ella, que había acariciado ese sueño desde que, siendo niña, veía en la tendera a la gran señora del pueblo, la dueña de las mil tentaciones que se guardaban en sus inaccesibles anaqueles.
Y en lo que estaban de acuerdo era en que, con los ahorros, levantarían una buena casa, con sitio para tres o cuatro hijos; que aumentarían las tierras y que ya no tendrían que separarse nunca más.
"El Tiempo y las Cosas" (Toni Catany)
… Habían pasado ya veinte años. El último recuerdo los mantenía ligados a aquella estación. Él la había besado en el andén y luego, antes de entrar al tren que se lo llevaba para siempre, cogiéndola por los hombros, la había mirado de frente sin decir nada, para que ella pudiera ver en aquella mirada todo lo que nunca había sabido explicarle con palabras, para que pudiera comprender toda su ilusión, su fe en un mañana cercano y bello, su esperanza y, por encima de todo, sus ganas de luchar… Por eso, cuando con los ojos anegados en lágrimas lo vio subir al vagón, pensó que era un hombre fuerte, pese a su figura aparentemente cansada, con la espalda un poco encorvada y los hombros hundidos.
Esa fue la imagen que siempre quiso conservar, la del hombre agotado, por encima de la del osado mozo que por primera vez la abordara en una verbena, de la del elegante novio en el día de la boda, de la del pícaro amante después de una noche de fiesta… Entre todos los recuerdos, ella se quedaba con el de aquel valor para desafiar al destino, con el de aquel afán por hacer realidad los sueños, por enfrentarse a la triste conformidad que a otros los vencía, por la voluntad de partir sólo, desde una estación de tren, a conquistar la felicidad que los dos se merecían.
La cálida voz de una azafata anunció por los altavoces la vía por la que su tren iba a entrar en sólo unos minutos. Pagó su consumición y salió de la cafetería para mezclarse con la gente que ya esperaba en el andén señalado.
Hay momentos en los que es fácil preguntarse si hay un destino escrito en las estrellas, si es que una mano misteriosa mueve a los hombres, según su antojo y de acá para allá, con tanta dulzura que nadie la nota, pero con tanta firmeza que los días se suceden y los acontecimientos más asombrosos acaecen en el instante justo y preciso, como si de milagros se tratara… Pensando vagamente en estas cosas, ella se preguntaba quién habría enlazado los trenes, esa estación y aquellos fríos inviernos con su vida… O cómo explicarse que su marido hubiera obrado como obró, si no hubiera sido aquélla la única manera de hacer posible el regreso.
"La Persistencia de la Memoria" (Salvador Dalí).
Ni siquiera había vuelto el primer verano, cuando otros emigrantes vinieron a las fiestas del pueblo: Murió semanas antes, en un accidente de trabajo. Ella lo había sabido por una nota escueta, redactada en una lengua que no conocía y acompañada de un cheque bancario. Seguir viviendo fue más difícil todavía. Tuvo que vender la huerta y los animales, marcharse a la ciudad, trabajar horas y horas durante el día, llorar por las noches, maldiciendo su suerte. Ya en la capital, aún pasaron varios meses antes de que se atreviera a volver al lugar en el que lo había abrazado por última vez. Luego lo hizo con frecuencia; puesto que no había un cementerio cercano al que llevarle flores, y tan sólo un retrato de bodas, en el que se les veía más borrosos que en el propio recuerdo, la estación se convirtió en el sitio donde lo sentía más próximo; quizás porque, inconscientemente, seguía esperando que antes o después, de modo misterioso, regresase como le había prometido.
Consiguió salir hacia delante y recobrar, si no la ilusión de volver a vivir juntos, sí la de hacerlo de tal modo que él, donde quiera que estuviera, donde sea que estén los muertos, pudiera sentirse orgulloso de ella.
Ya estaba decidida a dejar reducida su vida a los recuerdos, cuando alguien del pueblo le vino con el cuento de que su marido, antes de morir, había dejado un hijo en el otro país, un niño al que ni siquiera había podido llegar a conocer. Primero fue el asombro, luego el dolor, cierta amargura y el temor a que la noticia, de ser cierta, pudiera romperle el esquema de sus días, tirar por tierra el fundamento de su rutina, de su conformidad… Mas cuando, finalmente, decidió en su fuero interno que aquello no podía ser verdad, la certidumbre le trajo una pizca de decepción, que fue creciendo hasta que, poco a poco, la idea que un principio había querido desechar, empezó a convertirse en una ilusión: ¿Y si realmente él tuviera un hijo? ¿Y si su sangre siguiese palpitando en el corazón de un niño? ¿Y si quedase de aquel hombre algo más vivo que una fotografía borrosa o el recuerdo ligado a una estación de trenes?
Anheló que fuese cierto y empezó a hacer indagaciones: Misivas a la empresa de su marido muerto, al consulado, a los antiguos compañeros. Tuvo que escribir una y otra vez, ante un pertinaz silencio que, más que desmoralizarla, parecía confirmarle que las sospechas eran ciertas… Y tanto insistió que, por fin, hubo un nombre de mujer, una dirección a la que, empujada por la impaciencia de tanta espera, escribió una larga carta, repleta de párrafos sin sentido y palabras emborronadas por las lágrimas.
No hubo ninguna respuesta pero, como el sobre tampoco le fue devuelto, comprendió que no sólo había llegado a su destino sino que, ciertamente, había un hijo de su marido en aquel lugar. Lejos de desanimarse, siguió escribiendo de vez en cuando, siempre con ternura e ilusión, sin reproches, tratando de imaginar cómo sería aquel niño, al que intentaba comparar con los que, de parecida edad, veía por la calle…
Ya se había hecho a la idea de una eterna correspondencia sin respuestas, cuando ocurrió lo inesperado: Una carta llegada por avión, unos sellos distintos, una letra desconocida y un defectuoso español, que resultaba difícil entender con los ojos nublados. El niño, ya muchacho, se disculpaba por tanto tiempo de silencio, pero quería saber del padre que nunca conoció, y explicaba el desconcierto de la madre, la desconfianza, las dudas… Junto a ello, una foto y la promesa de seguir escribiendo.
Cada vez con mayor frecuencia, se sucedieron los mensajes y los retratos, los regalos de cumpleaños o por Navidad, las invitaciones que, aunque imposibles de atender, llenaban de gozo a la mujer, que se sentía orgullosa de aquel muchacho al que veía crecer de foto en foto, progresar de curso en curso, usar un español más fluido en cada nueva carta que escribía.



Por el fondo de la vía, emergiendo de la oscuridad de la noche, se aproximaba una luz. Se escuchó cercano el pitido del tren. Ella se miró apresuradamente en un cristal cercano y, con los dedos, se retocó el peinado, mientras trataba de repasar mentalmente que todo estaba en orden. Desde que él le anunciara que ese invierno iría a pasar unos días con ella, su vida había sido un torbellino: Arreglar los cuartos de baño, pintar toda la casa, comprar un dormitorio para el muchacho… Había renovado su propio vestuario y abierto ventanas que, en su corazón, permanecían cerradas desde hacía muchos años. Había vivido cada instante esperando ese momento que por fin llegaba, en forma de luz y metálicos chirridos.
Cuando el tren se detuvo, la gente inundó el andén, ella se sintió vacilar y tuvo que apoyarse en una farola cercana; en lo más recóndito de sí misma, volvía a preguntarse si el destino no estará escrito en la estrellas y si no era éste el regreso que ella se quedó esperando aquella lejana noche de 1957, veinte años atrás… Y, cuando con los ojos anegados en lágrimas lo vio bajar del vagón, pensó que era un hombre fuerte, pese a su figura aparentemente cansada, con la espalda un poco encorvada y los hombros hundidos.

GALAD Y SERA

¿Qué cómo ocurrió todo? Lo cierto es que nunca se supo. Ni siquiera ellos, Galad y Sera, por más conjeturas que hicieron, llegaron a entenderlo. Recordaban, eso sí, aunque muy vagamente, todas aquellas profecías acerca del final... mas a fuerza de no creerlas, cuando se cumplieron, casi las habían olvidado. 
—Decía "habrá señales en el Sol, en la Luna y en los astros; las naciones estarán angustiadas en la Tierra y perplejas por el estruendo del mar y de las olas; y los hombres muertos de terror y de ansiedad por lo que sobreviene al mundo..." 
—Sí, era algo así. —Nunca me creí que fuese a ocurrir... y menos que nosotros llegáramos a vivirlo. Sentados al borde del pequeño precipicio desde el que les gustaba ver ponerse el Sol, o lo que fuera aquella pálida luz que los iluminaba, con las piernas colgando en el vacío, miraban al fondo, al lugar donde siempre había estado la Tierra. Ellos habían llegado a verla. 
—Antiguamente lo llamaban el planeta azul, por el color que le daban las aguas. 
—Me hubiera gustado conocerlo —confesó ella. 
—A mí también... —reconoció él. 
Aún no estaban muy seguros de cómo habían llegado hasta allí en una mañana tan gris como tantas otras oscuras mañanas, después de décadas de terror y miedo, de guerra sin frentes ni campos de batalla... Ellos no habían conocido ni otro tiempo ni otro escenario; de hecho la gente que los rodeaba estaba ya tan acostumbrada a esa situación que vivía convencida de que había sido así desde el principio de los tiempos. Los más viejos, sin embargo, aseguraban haber oído de otra época en la que la guerra era lo extraño y en la que los hombres habitaban ciudades luminosas, en casas con ventanas abiertas a la luz, porque no era necesario esconderse, ni escapar, porque aún estaba lejos el tiempo en que habrían de vivir en constante marcha, siempre huyendo de alguien que también huía, durmiendo en refugios, saliendo al exterior con mascarillas y arriesgando la vida a cambio de amargas raíces que comer... 
Aquella mañana, sin embargo, cuando el cielo —rojo de fuego una vez más— empezó a tambalearse y aparecieron las estrellas en medio del día para desplomarse desde lo más alto, cuando los hombres seguían corriendo entre las explosiones y el mar se había levantado por los cielos arrastrando sus últimos peces, Galad y Sera fueron envueltos por la niebla y se sintieron transportados en una nube. Fue todo tan natural, tan esperado a lo largo de inconscientes trasmitidos de padres a hijos — como una leyenda que hubiese permanecido oculta desde el principio de los siglos—, que ni siquiera se extrañaron. 
Desde el nuevo lugar vieron los últimos segundos del rojo planeta azul; lo oyeron estallar y lo admiraron, como embobados ante unos fuegos artificiales que nunca habían visto, deshecho en millones de pedazos que se esparcían por el vacío. 
Ahora, balanceando las piernas sobre el precipicio, contemplaban los restos que, como meteoritos de juguete, giraban unos sobre otros y, en tropel, todos alrededor del Sol. 
—Es hermoso, ¿verdad? 
—Sí, pero antes también debía de serlo. 
—Fue una lástima que no llegásemos a verlo. 

Imaginaron estar en la Luna. No podían ubicarse en otro lugar y, recordando las narraciones de los ancianos sobre hombres de otra época que habían llegado allí con sus naves, se asustaron: La tradición decía que el satélite, desértico, carecía de oxígeno y vida de la que alimentarse... Sin embargo, pronto vieron que sí podían respirar. 
—Debe haber sido por las explosiones —dedujo él, pensativo. 
—Sí, a veces pasan estas cosas. 
—O a lo mejor nunca vino nadie. 
— Lo más seguro. 
La comida les llegó por el cielo. Cuando la explosión, parte de los mares, lanzados por el vacío del espacio, cayeron en forma de lluvia... Estuvo lloviendo todo el día y toda la noche, con tanta intensidad que, cuando escampó, habían nacido ríos y mares. Ellos, que lo miraban todo desde una pequeña cueva con un poco de hambre, se alegraron mucho, porque con el agua habían caído algunos peces y porque pronto, como habían supuesto, empezaron a crecer la hierba y las flores que, con el tiempo, darían lugar a los primeros árboles.

II

—Quizá —supuso ella, poniéndose en pie—, seamos como Adán y Eva. 
—No creo. No existieron... 
—Pasan tantas cosas que vete tú a saber. 
—Si tenemos hijos, seremos el origen de una tribu. 
La mujer rió alborozada. 
—Será divertido... Luego las leyendas hablarán de nosotros. 
—Y a lo mejor alguien dice que esto fue mentira... Algún sabio llegará a la conclusión de que descienden del mono.
—Y otros dirán que esos planetillas que vemos fueron parte de éste. 
—Habrá quien se dedique a buscar el origen del lenguaje, los albores de la sociedad y cosas así.
 —Oye, pero no hay monos... Sólo peces.
 —Ya saldrán, no te preocupes... Luego un pez se pondrá a vivir fuera del agua y se hará serpiente o algo así, no me acuerdo muy bien... Además, pronto habrá insectos, gusanos... 
—Sí, es verdad... A veces pasan estas cosas. 
—Nadie podrá imaginar la verdad. No se creerán que vinimos en una nube y que el mar, lleno de peces, llovió durante todo un día. 
—Nosotros lo contaremos a nuestros hijos y ellos a los suyos... Escribiremos un libro...
—No tenemos papel... Además, sólo se lo creerían hasta que apareciesen los sabios y encontrasen una explicación científica de los hechos.

III

No hizo falta papel para escribir el primer libro. Fue, como todo, mucho más sencillo de lo que habían imaginado. Ocurrió una mañana cuando, al alba, vieron llegar una nube blanca que, a toda velocidad, descendió a unos kilómetros de allí. 
—Vamos a ver— propuso él. 
—¿No será una bomba? —receló ella, recordando aún su vida sobre la tierra. 
—No creo... las bombas no eran blancas. 
Y no lo era. 
Estuvieron absortos todo el día ante las gaviotas que se habían posado a lo largo de la playa. Ni siquiera trataron de explicarse cómo habían llegado hasta allí, entre otras razones, porque nunca habían visto un ave. No sabían lo que era, aunque intuyeron su nombre y recordaron las historias que los ancianos contaban. 
Fue entonces cuando Galad, dándose cuenta de las huellas que las gaviotas dejaban sobre la arena húmeda, corrió hasta la orilla del mar, espantando a algún grupo, que levantaban el vuelo entre gritos para volverse a posar unos metros más lejos. 
—¿Dónde vas? 
—A escribir el libro. 
Y clavando el dedo en el barro, trazó el nombre de su compañera: "Sera". 
—¿Te gusta? 
—Sí, ¿qué es? 
—Un poema. 
Luego una ola la borró, pero no les importó. 
—Es igual, cuando los árboles terminen de crecer, escribiremos en sus troncos.

IV

La serpiente apareció una buena tarde, cuando Sera despertaba de su siesta. No se asustó al verla, en al Tierra se había acostumbrado a su presencia en algunos de aquellos refugios, pero llamó a Galad. 
—Mira. 
El, aún tumbado sobre la hierba, se limitó a abrir los ojos. 
—¿Cómo ha venido? 
—No lo sé. 
—¿Se habrá formado ya de los peces? 
Ella se encogió de hombros. Luego, sin más, le confesó su temor: 
—A lo mejor es el demonio. 
—No creo... ¿Habla? 
Sera se encaró al reptil. 
—¡Oye! —le increpó. 
Viendo que no contestaba, insistió: 
—¿No entiendes? El animal siguió su camino serpenteando. 
—No habla —concluyó por fin, dándose por vencida. 
—Entonces no es el demonio... Además, aquí no tenemos fruta prohibida, ni sin prohibir. 
—¡Es verdad!... Ni tampoco hemos visto a Dios para envidiarlo. 
No regresó. Llegó el invierno y, probablemente, debió de esconderse bajo alguna piedra. 
No fueron sólo los peces, las gaviotas y la serpiente; poco a poco aparecieron muchos animales; tantos que comenzaron a inventar nombres para que cada uno tuviera el suyo. 
Un día también hubo frutos, pues los árboles terminaron de crecer y empezaron a multiplicarse. 
—Parece el paraíso, ¿verdad? 
—Sí. 
—No recuerdo cómo decía aquello... 
—¿Eso de "la tierra que estaba hasta ahora devastada, se ha convertido en un jardín del Edén"? 
—Sí, eso era... Tampoco lo hubiera creído. 
—Debía de ser una profecía. 
—Eso parece. 
—Y, sin embargo, mira qué simple es: no hemos tenido que hacer ninguna revolución para conseguirlo, ni siquiera un discurso. 
—Menos mal. 
—Lo malo será cuando empiecen las guerras y destruyan todo esto. 
—¡Bah!, ya no viviremos para entonces. 
—Pero es tan bello... 
Sera se quedó un poco triste. 
—Además —le dijo él para tranquilizarla— no tiene por qué volver a haber guerras. 
—También es verdad.

V

Como todo lo demás, el amor llegó un buen día. 
Fue en la primavera, cuando el río empezó a deshelarse y por las mañanas los despertaba el canto de pájaros que nunca habían oído. 
En realidad, el amor había estado dentro de ellos mucho antes de llegar allí: Se habían mirado largas horas en la oscuridad de los refugios, se habían cogido de la mano para huir de las explosiones y había sido así, precisamente, como los encontró la niebla. 
Y fue, ya digo, en primavera, cuando los pájaros empezaron a cantar al recibir la primera luz de la mañana: Galad se despertó porque el calor de un rayo de Sol le hacía cosquillas en la planta del pie. 
Aún tenía mucho sueño, porque la noche anterior habían estado contando estrellas hasta muy tarde. Querían apuntar su número en un árbol para que, cuando hubiese sabios, éstos pudiesen dedicarse a otros menesteres más complicados... El muchacho decidió cerrar la cortina que habían hecho con pámpanas de vid pero, cuando llegó hasta la entrada de la cueva, descubrió que otro de los rayos de luz daba en la cara de Sera. Le gustó tanto el nuevo aspecto de su compañera que estuvo mirándola largo rato. Se sentó a su lado y, con mucho cuidado, fue acariciando sus suaves cabellos, mientras descubría en el fondo de sí, un sentimiento tan nuevo que ni siquiera pudo moverse cuando el Sol subió a lo alto y dejó de iluminar a la mujer para ponerse en su cara. 
Cuando Sera abrió lentamente los ojos, vio la nueva luz que bañaba a su compañero y, sintiendo la mano de Galad entre sus cabellos, descubrió que también en el fondo de su corazón empezaba a brotar la hierba. 
Subió la mano hasta la cara del hombre y la acarició. 
Los conejos, que se habían despertado antes, los estuvieron contemplando toda la mañana. 
Ellos, lentamente, descubrieron cada delicia del amor; hallaron el sabor de los besos, el calor del abrazo y aprendieron a amarse de una forma diferente, como nunca habían visto hacerlo a los animales ni a los antiguos habitantes de la Tierra. 
Se quisieron hasta la noche, cuando los conejos se volvieron a dormir y los pájaros regresaron a sus nidos. 
No habían dicho nada en todo el día. Salieron al exterior enlazados por la cintura... Pero ya no contaban estrellas, se limitaron a mirarlas junto al mar.

VI


El niño nació en la siguiente primavera, dos años después de que ellos hubiesen llegado allí. 
—Es el primer selenita —dijo ella, mirándolo con la sonrisa que las madres habían tenido antes de las guerras. 
—¿Cómo lo llamaremos? 
—No sé... 
—¿Le ponemos Caín, como al de Adán y Eva? 
—No, porque luego podría matar a su hermano. 
—Aquí no hay burros... Y no esperarás que vengan volando como las gaviotas. —No, claro que no.
Y se rió a carcajadas; tanto que hasta Galad y el bebé se contagiaron... Así estuvieron hasta muy tarde. Entonces, entre las primeras estrellas, descubrieron una bolita plateada. 
—Debe ser un trozo de tierra que haya empezado a girar a nuestro alrededor. 
Se acercaron al precipicio y, asomados al vacío, descubrieron que los demás meteoritos, los restos del planeta azul, habían desaparecido. 
—Qué extraño, ¿verdad? 
—No te preocupes, a veces pasan estas cosas. 
—Es que ahora sí que no nos van a creer los sabios. 
—No importa... 
El niño, al que habían dejado en una cuna de tréboles para que no se cayera, empezó a llorar. 
—¡Qué boba, aún no le he dado el pecho! Tendrá hambre. 
Sera tomó al bebé en los brazos y, sentada, se apoyó en la espalda de su compañero... Estuvieron mirando el nuevo cielo hasta que el sueño los rindió.


Relato publicado en la revista OBOLO, de Barcelona, en el otoño de 1977, con el título de “A veces pasan estas cosas”. Posteriormente se incluyó en el libro “Historias de gente sin historia”. 
Una versión del relato (dramatizada por Ángel Sánchez), fue puesta en escena por OLEANA TEATRO (interpretada por Raúl Córdoba, como Galad y Montse Ramón, como Sera).

MORDIDA LUNA LLENA

También había luna llena la noche en la que Paloma Vallés subió al escenario para recoger el premio a toda una vida dedicada al cine. Cuando bajó de la limusina, anduvo con paso firme sobre la alfombra roja, sin inmutarse ante los destellos de los fotógrafos ni las antorchas de las televisiones, sin apartar la vista de la luminosa esfera blanca que, mordida por vaporosas nubes grises, le ayudaba a recordar el día lejano en el que se había rodado la segunda escena de la secuencia tercera de la película que la había llevado a la fama. Sabía que cuando el encorsetado maestro de ceremonias dijera su nombre y ella se levantara de la butaca para subir al escenario entre aplausos, sobre la pantalla se estarían proyectando esas imágenes y todo el mundo volvería a pensar que nunca había brillado tanto como actriz.

Paloma, para preparar su personaje de Jerónima, no sólo se había aprendido el guión de memoria, sino que también se había documentado a fondo sobre múltiples y minúsculos detalles, acopiando todos los pormenores sobre la historia y la personalidad de la mujer que fuera la amante del Greco y la madre del hijo que se crió con él, mientras ella purgaba su desliz encerrada en un convento… Sabía, por ejemplo, que en el museo donde se iba a rodar la película, nunca había vivido el pintor, ni en sus sótanos había tenido el Marqués de Villena, como también se cuenta, su laboratorio de alquimista y nigromante, desde el que algunas noches, convertido en murciélago, saliera en busca de los placeres que su mujer le negaba… 



Al edificio, coronado por un torreón acristalado, se llega serpenteando por el estrecho y quebrado callejón de Samuel Leví, que se abre paso entre la sinagoga del Tránsito y la puerta principal del museo. La actriz trató de impregnarse del espíritu de aquellas piedras, de aquellas estancias y corredores, imaginándose cómo se habría movido la amada del pintor por aquellos cuartos, si éstos hubieran existido… Se imaginaba entrando por el portón trasero, la puerta del jardín; sólo era la amante, Doménico le habría abierto a espaldas de su servicio; se habrían parado tras cada uno de los chopos para esconderse y besarse, bajo cada uno de los porches, con el temor a ser observados desde alguna de las celosías que cubrían las ventanas; se habrían amado en las caballerizas, sobre la paja fresca, sobre el heno recién cortado, al calor de los caballos o, si lograran alcanzar sin ser vistos la pequeña escalera que subía al torreón, en lo más alto de la casa, queriéndose mientras contemplaban bellas puesta de sol y escuchaban el piar de los vencejos y las golondrinas, que surcarían la estancia aprovechando la ausencia de cristales.


El primer día, mientras le llegaba la hora de ponerse frente a la cámara, había recorrido todas las estancias del museo, explorando cada uno de los rincones que, cerrados al público y sin vigilantes, adquirían una aureola inquietante y acogedora, a medida que oscurecía y ella caminaba sobre las losas desnudas, sin preocuparse de encender las luces. Llegó así hasta lo más alto del torreón y se encontró la puerta cerrada. De entre las sombras apareció una figura que la sobresaltó. Se presentó a sí mismo como Enrique, el vigilante nocturno, y se ofreció a abrirle la pequeña portezuela; ella no supo qué responderle, el timbre de la voz había sonado en sus oídos como una caricia y, al mirarla, los ojos del desconocido parecían resplandecer. Se sintió turbada mientras un escalofrío de placer erizaba el vello de su piel; apenas pudo decir que sí con un ligero movimiento de cabeza. Él sacó una llave tan antigua como el resto de los muebles que decoraban la estancia y le franqueó el paso, para que ella contemplara el espectáculo de una agonizante puesta de sol, del que sólo quedaba una pálida raya de luz en el horizonte más lejano, y escuchara como los vencejos buscaban la oscuridad, volando bajo el artesonado. El vigilante la aguardaba junto a la puerta, pero ella lo sintió todo el tiempo a sus espaldas con tanta intensidad como si la tuviese abrazada.

Cuando un día después, caída la tarde y finalizado el último ensayo, volvió al torreón antes de que se rodaran las tomas definitivas, no lo hizo tanto porque necesitara seguir explorando la casa como porque deseaba volver a verle. Enrique parecía estar esperándola; le abrió la puerta sin preguntarle si era eso lo que quería, y tuvo la intención de quedarse bajo el quicio, aguardando como la vez anterior; fue ella quien lo tomó de la mano y fue ella quien primero buscó sus labios. Se besaron intensamente, sin pausas, sin sosiego, sin respiro, sin palabras, sin saciarse, sin sentir o pensar que tras los besos tuvieran que llegar otras caricias. Cuando se dio cuenta de que los vencejos habían dejado de oírse, bajó corriendo las escaleras, iluminadas apenas por una resplandeciente luna llena, mordida por vaporosas nubes grises. 

Buscó a sus compañeros para darles una explicación de esa ausencia que, posiblemente, retrasaría un día el final del rodaje; así es que le sorprendió encontrar a los técnicos recogiendo los equipos de luz y sonido, como si todo estuviera acabado. El director la saludó alborozado y le sonrió cariñoso: “Has estado magnífica, nunca te había visto así”. La abrazó efusivo y, sólo cuando se despedía, se volvió para decirle que felicitara también a los maquilladores: “Estabas completamente transformada”.

Paloma regresó al museo la noche siguiente. El edificio cerrado, sin cámaras, luces ni cables a su alrededor, le pareció abandonado, como las vacías callejuelas que lo rodean y que cierran todos sus comercios y talleres de artesanos tan pronto como desaparecen los turistas. El timbre que pulsó retumbó a lo largo de las estancias desnudas, rebotando de pared en pared. Confiaba en que Enrique saldría a abrirle pero, después de una larga espera, fue un hombrecillo de pelo blanco y alborotado quien se asomó por un ventanuco de la puerta principal. La reconoció enseguida y le franqueó la puerta, feliz con la inesperada visita. Ella accedió, pero preguntó impaciente por Enrique. ¿Enrique? No, no había ningún vigilante nocturno que se llamase así; y esa noche, como las dos anteriores, estaba solo. 

El guardián accedió a acompañarla al torreón. Subió las empinadas escaleras, como si todavía no hubiera perdido la esperanza de que, de entre las sombras, fuera a surgir una vez más el hombre que la había besado hasta hacerla olvidarse de sí misma. Su acompañante bajó la manivela y la puerta se abrió sin necesidad de llave. La luna, que apenas había menguado y casi parecía llena, iluminaba la estancia; pero ni los vencejos ni la fresca brisa de la noche podían atravesar los cristales que cerraban sus ventanas… Sólo una sombra oscura aleteó por el artesonado. “Es un murciélago”, le explicó el vigilante para que no se asustara.

Paloma sintió que alguien la cogía del brazo y los aplausos la sacaron de sus recuerdos. Sobre la pantalla que ocupaba el fondo del escenario se pasaban las imágenes en blanco y negro de aquella escena tercera de la segunda secuencia en la que ella estaba totalmente transformada en su personaje: Aquél había sido el momento más glorioso de su carrera… y no recordaba haberlo vivido. Se levantó de la butaca y, tan erguida como los muchos años cumplidos le permitían, subió al escenario. Los aplausos no paraban. Ella, de espaldas ya a la pantalla, se acercó al micrófono cuanto pudo y confesó: “Ésa no era yo… Era Jerónima”.


Los aplausos se hicieron más fuertes y algunos de los asistentes se levantaron de sus asientos para vitorearla. Paloma no pudo contener las lágrimas… pero no eran de emoción, sino de soledad, de vacío, de tristeza.                                                                                              

CUANDO LLEGUÉ A CHILLÁN

Como es domingo y no he tenido que ir al cuartel, me he pasado la tarde escribiendo en casa. Bueno, como siempre me ocurre, he imaginado mucho y he escrito poco. Aunque quizás hoy tenga un motivo: Estoy nervioso. Nervioso e ilusionado porque el viernes voy a subir en avión por primera vez. El brigada Ventura se ha ofrecido a ocupar esa mañana mi puesto de soldado raso, para que yo pueda pasar la Nochebuena en casa. Volaré hasta Valencia y, desde allí, me iré con el tío Flores hasta Albacete… Mientras pensaba en el viaje y trataba de escribir el relato de un parado que busca trabajo a través de los anuncios de un periódico, he hablado a ratos con Hugo Francisco, nuestro compañero de cuarto chileno. Me cuenta historias de su país y yo me acuerdo de mi amiga Orieta, de Iquique, de la que no sé nada desde el golpe de estado de Pinochet. La última vez que supe de ella, estaba a punto de casarse, así es que no sé si es una de las tantas personas desaparecidas o si es que, una vez casada, no ha podido seguir escribiéndome. Algún día iré a Chile y buscaré su nombre entre la lista de los desaparecidos que, cuando la situación cambie, se grabaran en mármol en el cementerio general de Santiago. También algún día, dentro de muchos años, cuando el relato del parado que busca trabajo siga inconcluso, situaré en Chile uno de mis cuentos preferidos, el de Cuando llegué a Chillán.

          Llegué a Chillán a las cuatro de la tarde y no me fue muy difícil encontrar la casa. Las indicaciones que Felipe me había dado eran precisas y suficientes, pero la distancia que tuve que andar era mucho mayor de lo que había imaginado en un principio. Cuando me vi frente al bloque de hormigón, hice un alto en el camino y lo contemplé antes de empezar a subir la escalera. Las ventanas no tenían cristales, nunca los habían tenido y el frío entraba a raudales para quedarse a pasar la noche entre aquellas paredes sin pintar. A la altura de la segunda planta alcancé a ver el horizonte por el que se ocultaba el sol de las cinco de la tarde... Era la misma hora a la que tres años antes los policías del DINA habían irrumpido en mi casa tirando la puerta de una patada y me habían llevado con ellos, tras poner patas arriba mi apartamento de Maipú y no encontrar a nadie más a quien arrestar. Yo, inspirado o ingenuo, les había mostrado mi pasaporte español; hacía años que estaba caducado y en la foto amarillenta del niño que fui resultaba casi imposible reconocer al hombre que era... Mi madre había muerto poco después de traerme al mundo y yo había llegado a Chile con mi padre, para trabajar en las minas de cobre; cuando también él murió en un accidente, yo me trasladé cerca de la capital para estudiar en la Pontificia Universidad Católica y ganarme la vida con lo que saliera, siempre que me diera para comer y seguir estudiando; nunca había vuelto a España ni ya tenía necesidad de hacerlo; me sentía un chileno más, uno de los millones que, con entusiasmo, habíamos celebrado la llegada de Allende al poder y uno de los miles que, al ser derrocado, era buscado por la policía política.
            El día que llegué a Chillán, mi única documentación era ya aquel pasaporte con la foto del niño que fui. A base de golpes había olvidado hasta el número de mi cédula chilena; de hecho desde el primer momento, desde la primera noche en el Estadio Chile, todos habían empezado a llamarme “El Español”. Allí fue, entre las gradas en las que unos a otros nos arrebujábamos, para protegernos del frío y del miedo, donde había conocido a Felipe... Y juntos continuamos hasta el final; primero hasta el campo de concentración de Tejas Verdes y luego, como compañeros de barracón, hasta el día en que, inesperadamente para mí y en cumplimiento de sus vaticinios, fui puesto en libertad. “Como eres español, te soltarán pronto. Ya lo verás   --me decía a veces--. Yo me moriré aquí”. Y morirse allí no era tan difícil, aunque lo más fácil era desaparecer un día, ser llamado y salir para siempre de Tejas Verdes; sólo que entonces no sabíamos que los que se marchaban no llegaban a ningún lugar. Quizás por eso el día que a mí me tocó sentí más desconcierto que temor. “¿Lo ves? –me felicitaba Felipe--. Sabía que saldrías de aquí. No te olvides de hacer lo que te he pedido y llévale a Bárbara esta carta”. No pude comprender dónde ni desde cuándo guardaba aquel sobre... cómo había podido escribir ni de dónde había sacado el papel... tal vez cuando estuvieron los de la Cruz Roja, aunque de eso ya habían pasado casi dos años.
           
Felipe me había pedido que fuera a Chillán. Me lo había pedido muchas veces, sobre todo cuando el asma lo ahogaba y se creía morir. “Prométeme que, cuando salgas, irás a Chillán y buscarás a mi mujer”. Le prometí que lo haría. Quizás yo fuera la única persona del campo que sabía que su mujer se llamaba Bárbara y que estaba en aquella ciudad del Biobío, viviendo con la suegra. “Si se enteran –me susurraba al oído--, también la detendrán a ella”. Yo pensaba que si el DINA hubiera querido apresarla ya la tendrían en campo de concentración hacía tiempo, en Tejas Verde o en cualquiera de los otros muchos que debía de haber a lo largo del país, aunque eso entonces no podíamos saberlo. Cuando a Felipe lo apresaron vivían en Santiago, al otro lado del río Mapocho y ella estaba embarazada; sólo un año más tarde, gracias a un voluntario de la Cruz Roja, pudo saber que se había refugiado en Chillán, junto a su la madre de él, y que allí había nacido su hija Panchita. “Mi mujer es más joven que yo –seguía contándome--, casi de tu edad... Tú estás sólo y no tienes dónde ir, así es que, cuando salgas, te vas  buscarla y le dices la verdad, que yo ya no voy a volver, que te dé cobijo. Si os tenéis el uno al otro, para los dos será más fácil y para Panchita también”. Unas veces me reía y le decía que estaba loco, pero otras me enfadaba de verdad y me entraba coraje porque para vivir, en ocasiones así, más que huevos, a la vida hay que echarle ilusión...y Felipe ya no la tenía.
            ... Y por fin estaba en Chillán. Terminé de subir la escalera y pulsé el timbre de la puerta derecha en la que, como él me había explicado, lucía una imagen del Sagrado Corazón. Pero el timbre no funcionaba y tuve que golpear con los nudillos. Oí pasos al otro lado de la puerta y alguien descorrió la mirilla para ver quién llamaba. Me presenté sin esperar a que me preguntaran. “Vengo de Tejas Verdes... de parte de Felipe”. La mujer que me franqueó el paso era muy mayor. Imaginé que sería la madre. “Adelante”, me invitó. En el interior sólo había una mesa desnuda con cuatro sillas a su alrededor y, pegado a la pared del fondo, un mueble pequeño con un televisor y un aparato de radio. Sobre un de las sillas se sentaba una niña, que debía de ser Panchita y que estaba pintando con colores en un cuaderno. Alzó la cara y me sonrió. “Estoy dibujando un barco”. Me lo enseñó levantando la hoja llena de garabatos. “Es muy bonito”, afirmé a la vez que con mi mano le acariciaba los negros cabellos. La mujer, que había cerrado la puerta, me explicó que Bárbara estaba trabajando todavía. “No vendrá hasta dentro de una hora”. “Traigo una carta para ella”. “Puede sentarse si quiere. La televisión no va. Le encenderé la radio”. La vertiginosa voz del “Chacotero Sentimental” irrumpió en la sala rebotando contra las desnudas paredes. “¿Qué dibujo ahora?” me preguntó la niña. “Dibuja la luna”, le propuse recordando el cuento que su padre había inventado para ella y que más tarde, cumpliendo mi promesa, habría de contarle.

         “Cuando Panchita cumplió dos años su mamá Bárbara le hizo un enorme pastel de mango y chocolate y encima colocó dos velitas para que soplara. Papá, mamá, la abuelita, un pirata, una princesa y los hijos de los vecinos, que habían sido invitados a la fiesta, le cantaron el cumpleaños feliz. Entonces Panchita sopló muy fuerte y apagó las velas. Todos aplaudieron y ella se puso tan contenta que quiso hacerlo de nuevo. Papá sacó el encendedor del bolsillo y volvió a encender las velitas. Los invitados repitieron la canción y ella sopló otra vez... Y vuelta a empezar. Al cabo de un rato las velas estaban casi consumidas y todos, menos ella, cansados del juego. Así es que papá Felipe le acercó el encendedor a la ventana y, apagando las luces le dijo, a la vez que señalaba a la luna llena: Mira que vela más grande, a ver si puedes apagarla. Todos hicieron corro a su alrededor, entonces Panchita sopló todo lo fuerte que pudo y, ¡plaf! la luna se apagó dejándolos a oscuras... La niña aplaudió alborozada, pero papá, mamá y la abuelita estaban asustados, los niños de los vecinos se pusieron a llorar. Papá Felipe corrió a encender la luz. Los niños callaron, pero la princesa y el pirata habían aprovechado la confusión para desaparecer del cuento. ¡Otra vez, otra vez!, insistió ella. El papá volvió a encender el mechero y, esta vez sí, estiró todo lo que pudo el brazo, tratando de acercarlo lo más posible al lugar donde antes estaba la luna, que volvió a encenderse. Luego cerró corriendo la ventana y, aunque Panchita quería volver a soplar, le dijo: No, ahora vamos  a comernos la tarta, para que pueda acabarse el cuento”

            Hasta que llegué a Chillán y estuve dentro de la casa, hasta que conocí a Panchita y le acaricié las negras guedejas, hasta que me enseñó su dibujo del barco y me preguntó por el siguiente tema para plasmar sobre el papel con los únicos cinco colores que tenía, no había vuelto a acordarme del cuento que su padre había imaginado para ella. “¿De verdad lo has inventado tú?” le pregunté cuando me lo contó. “Sí. Así es que apréndetelo para contárselo cuando la veas. Lo he hecho para ella”. “Es muy bueno     –admití—,parece de un escritor de verdad”. “Lo cierto es que me he inspirado en una historia que oí contar a un rapsoda --reconoció él--. Fue en un concierto que dio Víctor Jara en el Estadio Chile”. Era el campo de fútbol donde los dos habíamos estado presos los primeros días, donde nos habíamos conocido y donde, aunque no lo sabíamos, también había estado Víctor Jara, antes de que le cortaran la lengua y las manos. “Se quedará a comer con nosotros”, me anunció la abuela. No supe si era una decisión que la mujer había tomado o una invitación que me estaba haciendo. En cualquier caso, no tenía otro lugar al que ir. Por pudor, por un poco de vergüenza tal vez, había dejado todas mis cosas, que cabían una sola bolsa de deportes, en la consigna de la estación de autobuses. Me hubiera dado apuro presentarme con ella en la mano, como invitándome a dormir en la casa. La anciana se metió hacia la cocina y yo me quedé mirando dibujar a la niña mientras seguía escuchando la radio... Cerré los ojos y fui consciente de que, en tres años, era la primera vez que estaba sentado en una silla y en el interior de una casa, por humilde que esta fuera y por mucho frío que reinara en la habitación. Al poco se oyó la puerta.
            Cundo subía las escaleras de aquel bloque de pisos a las afueras de Chillán, me preguntaba a mí mismo cómo sería esta mujer de la  que tanto me había hablado Felipe y que, en su fuero interno, parecía haberme destinado. Aunque era una idea absurda a la  que no quería prestar ninguna atención, no dejaba de rondarme su propuesta: “Dile que te he dicho yo que te quedes con ella. Los dos estáis solos y yo no voy a salir de aquí con vida. Mi madre tampoco puede vivir mucho más. Juntos podréis hacer frente a las dificultades que vengan y sacar adelante a Panchita. Bárbara es una buena mujer, joven como tú, y muy bonita, ya lo verás”. No me fijé en si era o no era bonita. “Vengo de Tejas Verdes... De parte de Felipe”, dije a modo de presentación, levantándome de la silla. Sus ojos se iluminaron con una luz especial. Quizás ninguno de los dos éramos ya tan jóvenes como Felipe nos veía porque, más que los años, nos había envejecido el sufrimiento; pero en su porte y en su mirada me pareció vislumbrar el majestuoso orgullo de la sangre aymara que, seguramente, correría por sus venas. “¿Y cómo está?”, me preguntó. “Bien –mentí--. Te envía esta carta” Se la tendí con cierto temblor en las manos, preguntándome si en ella le hablaría de sus aprensiones sobre una muerte cercana, de su descabellada idea de uncirnos frente a un destino sin él... o si simplemente sería un escrito que evocara recuerdos de un pasado feliz o reiterara un juramento de amor eterno... Ella la cogió, la besó antes de abrirla y, para mi tranquilidad, la dejó junto al televisor. “¿Se quedará a comer con nosotros?” Su madre me sacó de un humillante consentimiento. “Ya lo tengo todo preparado. Ayúdame a poner la mesa”. Durante la cena, y aún temiendo que la posterior lectura de la carta me dejara en mal lugar, traté de convencer a las mujeres de que Felipe se encontraba bien, de que pronto estaría libre, igual que yo; de que la vida en el campo  de concentración no era tan dura; adornándolas un poco les narré tres o cuatro anécdotas que les hicieron sonreír y, por un momento, hasta yo mismo llegué a creerme que aquello no eran tan malo. Panchita se había quedado dormida con la cabecita apoyada sobre la mesa. “Acuéstala en tu cama”, le pidió Bárbara a la abuela. La mujer se levantó y la cogió en brazos. “Pues yo también me despido y les dejo que puedan seguir platicando”.
            La casa de Chillán estaba en un barrio de las afueras, en un barrio de grises bloques de hormigón, sin cristales en las ventanas de la escalera. La casa se había caldeado un poco con el calor que escapaba de nuestros cuerpos y el de la cocina de gas en el que la abuela había hecho la cena. Aparte del comedor en el que estábamos, sólo tenía un aseo, la cocina y dos alcobas: la de la abuela y la que compartían madre e hija. Cuando nos quedamos a solas, le ayudé a quitar la mesa y ella preparó un tecito; mientras la infusión se enfriaba la mujer cogió la carta que había dejado junto al apagado televisor y la leyó. Apenas tardó unos minutos. Cuando volvió a guardarla en el sobre, estaba llorando. “¿Sabes lo qué pone Felipe en esta carta?”. Era la primera vez que me tuteaba. Negué con la cabeza. Era verdad que no lo sabía, ni lo había leído ni él me lo había dicho. No podía saberlo, pero un nudo me sellaba la garganta y no hubiera podido decirlo con palabras. Ella tampoco me lo desveló. Me preguntó algunas cosas más sobre el campo de concentración, sobre la comida, la ropa, cómo hacíamos para lavarla, si era verdad que había también mujeres... Luego, cuando la situación se hubo distendido un poco, me invitó a pasar la noche. “Puedes quedarte en mi alcoba. Yo me acostaré con la niña y mi suegra”, “No quiero ser una molestia”, traté de resistirme sin mucho convencimiento, puesto que no tenía dónde ir. “No seas tonto... Supongo que no tendrás dónde ir”. No respondí y me limité a verla preparar la cama desde el salón.
            Cuando a la mañana siguiente desperté en la habitación de Bárbara, la oí trajinar en la cocina. El frío apenas me había dejado dormir, pero el agua helada de la ducha me reanimó. Cuando salí del aseo, sobre la mesa humeaban dos tazas de té. “He comprado pancito --me anunció, señalando los bollos recién hechos que lucían en la panera--. Hay también mantequilla y fiambre”. Desayunamos juntos y callados, mientras la abuela y la niña todavía dormían. “¿Qué vas a hacer ahora?”, me preguntó ella, rompiendo por fin el silencio. “No lo sé aún... Todo parece tan difícil”, “Si quieres, puedo ayudarte a encontrar un trabajo”. “Creo que voy a tratar de irme a España”. Me miró asombrada y me di cuenta de que no le había contado nada de mí. “¿A España?”. “Sí, quiero ser escritor... Voy a contar todo esto que nos está pasando” “¿Lo qué nos está pasando? ¿Y a quién le podrá importar lo que nos está pasando?” “No lo sé, pero alguien tal vez,algún día, en el lugar más remoto, quizás dentro de muchos años, va a leer esta historia y va a saber que existimos, lo que nos pasó... Va a saber de Panchita, de ti, de Felipe y de que un frío día de invierno vine a traerte una carta hasta Chillán”. Barbará me miró directamente a los ojos y una vez más creí apreciar en su interior el noble orgullo de los aymaras, cuya sangre seguramente correría por sus venas. “Lo que nadie tiene que saber nunca –me pidió--, es lo que decía esa carta”.

FÁBRICA DE SUEÑOS

Soñarás que paseas por una ciudad llena de luz. No hay tráfico por las calles, casi todas las casas son blancas, luminosas, encaladas... Pero los rótulos de las tiendas están llenos de color y vida, cada escaparate es un mundo mágico. En las aceras crecen árboles frutales y en las ventanas macetas con todo tipo de flores.
Al fondo de la calle por la que andas vislumbras una torre con una cúpula de cristal. Caminas ilusionada hacia ella y, a uno de sus lados, descubres una chimenea alta y de ladrillos. Te asustas pensando que en cualquier momento pueda salir una bocanada de humo que manche el cielo tan azul, que marchite el olor de las flores y apague el canto de los pájaros... Pero no, a medida que te acercas a la nave,  percibes que de su interior te llega una música de flautas cristalinas, acuática... De pronto y sin aviso de la chimenea sale una bocanada de mariposas de vivos colores, que se dispersan por el cielo moviendo sus alas en todas las direcciones.
         Sólo entonces, sobre una puerta partida en dos por una columna de caramelo, descubrirás una placa que reza: “Fábrica de Sueños”.

LOS LIBROS DE CADA CASA

El pueblo era pequeño aunque se sentía grande. Las calles más importantes tenían aceras de cemento, que permitían no llenarse los zapatos de barro durante los largos inviernos en los que, si dejaba de llover, era porque iba a nevar. Las mejores casas estaban en el centro; eran las de los ricos, las de las familias que tenían apellido, panteón en el cementerio y jornaleros que se quitaban la boina para saludarles; las puertas de la calle siempre permanecían cerradas y relucientes, con picaportes y aldabas de bronce a los que ningún niño osaba tocar… Lo que hubiera en esas casas era un misterio para quien cuenta esta historia. Las imaginaba atestadas de muebles pesados, maderas nobles que olían a perfumadas ceras; lámparas en cuyas lágrimas de cristal la luz se descomponía en brillantes colores; mullidas alfombras, tal vez traídas del lejano oriente para silenciar los pausados pasos del señor, vestido de batín y con bufanda al cuello; dorados pomos y manivelas en las puertas; un cuarto de baño con azulejos blancos y una bañera grande que se podría llenar de agua caliente; un patio sin conejos ni gallinas, sin gorrinera, con árboles que no tendrían la obligación de dar fruto; rosales y otras flores sin nombre conocido… Pero todo esto lo imaginaba tal y como lo muestran en las películas, porque entrar, nunca entró a ninguna y no supo, por lo tanto, si también tenían una librería con cristales que protegieran del polvo libros antiguos, heredados de un antepasado que leyera el Quijote, a Blasco Ibáñez o folletines encuadernados con tapa dura, forrada en tela y con estampaciones en oro.
            Los guardias civiles vivían en el cuartel con sus familias (mujeres y niños forzados, por la profesión del padre o el marido, a convivir en un espacio tan reducido que resulta extraño qué la situación no haya dado origen a más novelas). Los maestros y comerciantes, los empleados de los bancos y las oficinas, algún profesional que trabajaba por su cuenta (ya fuera herrero o albañil, carpintero o pintor), ocupaban los primeros pisos que se construían o las casas baratas que podían pagarse en cuotas mensuales. En las viviendas había tres habitaciones y un sólo y minúsculo cuarto de baño, con media bañera. La cocina y alguna de las alcobas daban a un patio en el que crecía un jazminero entre macetas de claveles, mientras en un rincón se apilaba la leña que alimentaría la estufa en el invierno (el mismo de antes, el de las lluvias pertinaces y las copiosas nevadas). El olor de los leños se hacía más intenso cuando se mojaban con los aguaceros de los primeros días del otoño, apenas había terminado la vendimia... El resto de las habitaciones daban a una calle ancha, por la que, al atardecer, paseaban los novios cogidos de la mano; o a una plaza en la que los niños jugaban al “pillao” y al escondite, al corro de la patata y a adivinar con quién se casaría la niña que fuera a por las llaves del castillo que, como todo el mundo sabe, estaban (no sé si todavía), en el fondo del mar. Sobre los tejados de algunas de estas casas crecían las primeras antenas de televisión y, en las pequeñas salas de estar, un Inter o un Telefunken ofrecían las noticias del telediario, los programas infantiles de Herta Frankel y la perrita Marilín, las telecomedias de Jaime de Armiñán, las novelas que sólo duraban una semana, las galas musicales de los sábados y las series norteamericanas… en blanco y negro, como todo lo demás. Junto al televisor, un tocadiscos y varios discos de moda (los Cinco Latinos, José Guardiola, Filippo Carletti y su Cuarteto…) y, en algunas casas, hasta cuatro o cinco libros: novelas de Gironella y de Martín Descalzo, vidas de santos, un libro de teología que nadie leería nunca ni nadie hubiera podido entender, algunos cuentos infantiles con dibujos y, fuera del alcance de los niños, un ejemplar de “La Codorniz”, comprado a escondidas en la capital.
            A la mayoría de las casas, sin embargo, se entraba por el corral. Las cocinas tenían chimenea y la lumbre no sólo servía para calentar, sino también para guisar y alumbrar a la familia a la hora de comer. En muchas de ellas había pajar y cámara. Tampoco solían faltar ni la cuadra ni el gallinero, ni las conejeras, ni la cachera para el cerdo. El agua se sacaba del pozo y un pedazo de espejo, cogido con yeso a la pared del patio, sobre una pila de piedra, hacía las veces de cuarto de baño, junto a una maceta de geranios y una mata de dompedros. La radio empezaba a hacerse un hueco que, con el paso del tiempo, habría de corresponderle a la televisión… pero, por aquel entonces, cuando la luz llegaba a 120 voltios a través de cables aislados con tela y trenzados en cordón, eran los modernos aparatos de válvulas, Marconi o Telefunken, quienes, después de calentarse, traían las noticias del país y del mundo, o el entretenimiento en forma de concursos emitidos en directo, radionovelas escritas por Sautier Casaseca, soluciones para los problemas en consultorios como los de Elena Francis, risas y sonrisas con las peripecias de “Matilde, Perico y Periquín” o las primeras incitaciones al consumo con tonadillas como las de aquel negrito del África Tropical, que invitaba a tomar Cola-Cao. En algunas de estas casas, junto a la radio y un puñado de tebeos, que acabarían guardados en la cámara dentro de un baúl, convivían también algunas novelas de kiosco; novelas del oeste escritas por Marcial Lafuente Estefanía (que en realidad eran un padre y dos hijos, escribiendo a destajo con la ayuda de unas fichas que combinaban de una y mil maneras, gracias a un sistema que ellos habían inventado); novelas de amor de Corín Tellado (una asturiana que se llama María Socorro Tellado López, quería ser escritora de libros con tapa dura, y escribía novelas eróticas que la editorial Bruguera publicaba como traducciones de una imaginaria autora inglesa); novelas de ciencia ficción de George H. White (un valenciano que se llamaba Pascual Enguídanos Usach y empezó a escribirlas porque se había quedado en el paro, cuando eso no se pagaba, y no tenía más patrimonio que una máquina de escribir portátil… Quizás se murió sin saber que era escritor, que sus novelas se traducían y leían en Estados Unidos, que se escribía sobre ellas en las más prestigiosas revistas de “SF”); novelas policíacas de Silver Kane (que en realidad se llama Francisco Fernández Ledesma y no podía publicar sus libros de “verdad”, porque era un rojo fichado al que, cuando cambió el régimen, le llovieron premios como El Planeta, el Semana Negra de Gijón y otros muchos y bien merecidos). La gente que tenía estas novelas no necesitaba comprarlas. Con dos o tres en casa eran suficientes porque vivían en ese pueblo que se sentía grande... Acaso les hubiera ocurrido lo mismo en cualquier otro lugar, porque quizás también en otros pueblos habría kioscos como el de enfrente de correos, o los del paseo; donde, cada vez que las leyeran, podían cambiarlas por otras, pagando unos pocos céntimos, según como estuvieran de gastadas… Del mismo modo que era posible estar leyendo siempre tebeos (si no querían guardase en el arca de la cámara), cambiándolos cuantas veces se deseara… Y hasta se podían alquilar: Pagar esa calderilla para leerlos allí, dentro del kiosco, sentados en una silla de enea, mientras la tarde del domingo moría lentamente y tal vez llovía sobre los olmos o, si dejaba de llover, era porque a lo mejor iba a nevar de nuevo.

LEVANTADA YA LA NIEBLA

Llegó al pueblo al oscurecer, a la hora en que se recogían los niños cuando él lo era y tenían que guiarse por el sol: los hombres del campo para ponerse a trabajar y para quitarse; los más pequeños, que habían salido con la merienda a la calle, para recogerse a hacer los deberes. Como si el tiempo no hubiera pasado, buscó el hotel que recordaba en la calle Mayor, la que entonces se llamaba de los Caídos. Tres escalones llevaban de la acera a la puerta principal, la que daba paso al zaguán con zócalos de mármol... pero el portón no cedió a su empuje y no había ni timbre ni picaporte a los que llamar, ni ventana a la que asomarse, ni cartel que anunciara que allí seguía estando el hotel de toda la vida. Lo habían cerrado. “Hace ya cinco o seis años” le explicaron gentes que no podía recordar, pero que quizás hubiera conocido en la niñez, y que le aconsejaron regresar a la carretera para hospedarse en el nuevo hostal, recién construido, frío en sus formas y en el trato de la recepcionista, la misma persona que atendía la barra del bar, que le serviría la cena poco después, que lo acompañaría hasta una aséptica habitación del último piso, sin otro encanto que la vista de la ventana: los tejados de las últimas “Casitas de Papel”, el barrio de su infancia, al pie del cerro donde volvían a girar las aspas de los molinos, coronados con un cielo cada vez más oscuro, cada minuto más negro, pero malva y dorado todavía en el lejano horizonte. Era otoño y el día agonizaba ante sus ojos. Desde la plazoleta cercana, la misma en la que años antes él jugara, le llegaron otras voces infantiles y, por un instante, tuvo la sensación de estar allí abajo, todavía con el babero de rayas azules y blancas, con la cartera de plástico bajo el brazo o la merienda entre las manos, mientras el humo de las chimeneas se aviva a medida que los hombres regresaban del campo y removían la lumbre para quitarse de encima el frío que les atería, las mujeres empezaban a preparar la cena y la lejana campana de la ermita tañía como en ese momento, tantos años después, volvió a repicar para sacarlo de su ensimismamiento y devolverlo a las prohibiciones de aparcamiento que habían brotado al pie de la acera, a los tubos de neón que anunciaban una cercana discoteca, al ámbar parpadeante que frenaba a los coches que llegaban al pueblo, a las antenas parabólicas que coronaban los tejados y, aunque no habría de saberlo hasta el día siguiente, cuando lo viera camuflado detrás del altar mayor de la iglesia, el equipo estereofónico que había sustituido al coro de que formara parte siendo niño.
            Después de cenar, guiado por la nostalgia, deambuló por todos aquellos lugares tantas veces recordados: la casa de su infancia, la iglesia, el cine, la escuela...la vieja escuela en la que, siendo niño, aprendió algo más que a leer o a escribir, a multiplicar o conjugar los verbos; y que ahora, bañada por la amarillenta luz de las últimas farolas, se mostraba abandonada y ruinosa a sus ojos. Se asomó a la ventana sin cristales de la que en otro tiempo fuera su aula: Estaba vacía; en las desconchadas paredes aún se adivinaba el antiguo zócalo azul que, por su color, le hacía soñar que un mar que entonces aún no conocía, que nunca había visto fuera de la pantalla del cine; un rayo de luz, como escapado del resplandor que a duras penas iluminaba la calle, se estrellaba contra la cuarteada pizarra negra que, así, parecía bañada por la luna; trató de verse a sí mismo resolviendo una división con la tiza en la mano mientras sus compañeros, temerosos de ser sacados a la tarima, permanecían en silencio, sentados ante los pupitres de madera, con el tintero lleno y un lápiz mordido entre los dedos… Allí había recibido, en forma de cuento, la lección que más lo había marcado en la vida.
          
  Era el maestro un hombre serio, poco risueño, al que una pertinaz tristeza hacía aparentar más años de los que en realidad tendría. Muchas veces, mientras alguno de los alumnos leía en voz alta la lección, y todos los demás permanecían callados, él perdía la mirada por aquella misma ventana, ahora sin cristales, y se ausentaba de la clase sin salir del aula, como si se hubiera marchado a otro lugar y, pese a la presencia de su cuerpo, ya no estuviera entre ellos… Ni siquiera los más alborotadores, los que se sentaban en la última fila de bancos, se atrevían entonces a decir una sola palabra; todos esperaban a que volviera lentamente la cabeza y, como si despertara de un sueño, indicase con voz muy pausada que podíamos salir al recreo… Una vez, sin embargo, una tarde de invierno en el que los tejados de las casas, las calles del pueblo y todo el campo que se alcanzaba a ver desde detrás de la escuela hasta el cerro de los molinos en ruinas y hasta el horizonte que no ponía fin a la llanura manchega, habían amanecido cubiertos de nieve, cuando el maestro volvió de su ausencia pidió a los niños que se acercan a la estufa con sus sillas e hicieran corro. Les iba a contar un cuento. Ninguno de ellos, por muy mayor que se sintiese, se atrevió a reír y él, mirándolos fijamente, les narró la historia del tío Cosme: un hombre que vivía en su molino, cuando los molinos aún molían, y al que todos tenían por loco porque decía que amaba a la gente, “tanto a los buenos como a los malos –precisaba–, a los niños y a los adultos, a los hombres y a las mujeres, a los pobres y a los ricos”… y así hasta que se cansaba de enumerar. Lo tenían por loco, pero no se reían de él y hasta su molino acudían los enfermos, cuando el médico no conseguía curarlos; los campesinos que necesitaban consejo, cuando la cosecha se torcía; las mujeres que habían olvidado las proporciones justas de las recetas de antaño, ya fuera la de un guiso de gallina, la del jabón de tocador, la de una cataplasma para los salpullidos de la piel o la de un elixir de amor; los niños que discutían por las reglas de los juegos que habían aprendido de sus padres… y hasta los perros abandonados, que a su lado encontraban un pedazo de pan y una caricia sobre el lomo apaleado.
            “Pero ellos, aunque les costase reconocerlo, también lo querían –continuaba contando el maestro, tras hacer una inflexión en la voz, que indicaba que se acercaba el desenlace–. Y, cuando llegaba el invierno y amanecía un día nevado como el de hoy, y las sendas se hacían intransitables, todos se inquietaban pensando cómo estaría el tío Cosme, qué necesitaría, aislado su molino… Así que, tan pronto como podían abrirse paso por entre la nieve, subían a verlo, cargados de leña, de la miel cortada de sus panales, quesos y requesones de sus cabras, mermeladas de ciruelas y de tomate… o todo aquello de lo que cada uno se pudiera desprender”.
            El maestro omitió la moraleja. Pero él, en medio de la noche, en mitad de un silencio que apenas era mordido por los lejanos ladridos de un perro, seguía recordando cada uno de los detalles de aquel relato, las inflexiones en el timbre de voz del narrador, los pensamientos que podían leerse en los ojos de cada uno de sus compañeros de escuela: desde el que quería ser como el tío Cosme, al que querría llevarle su única bufanda un día de nieve o el que, como él, anhelaría ser maestro algún día, para contar esa historia a los niños de otros lugares.
            No lo había sido pero, después de tantos años, la nostalgia de aquellos sentimientos que anidaron en su corazón habían guiado sus pasos, regresándolo al pueblo que abandonara en plena niñez.
            De vuelta al hostal trató de averiguar si aún vivía el maestro.
– Sí –le contestaron–, todavía vive; pero hace muchos años que perdió la cabeza… Se fue a vivir a uno de los molinos del cerro, que ahora están restaurados; dice que se llama Cosme y que fue molinero.
            Lo despertaron los gallos con su canto. Abrir los ojos fue como cerrarlos para sumergirse en un lejano sueño en el que, a través de la ventana del hostal, podía disfrutar de los primeros rayos de sol, abriéndose paso por entre la niebla otoñal, y el lento desperezarse de un pueblo que se ponía en movimiento: tractores que salían al campo; mujeres que dejaban la cama, todavía caliente, para ir a buscar la leche y el pan; niños que se apuraban para ir a la escuela, y un herrero lejano que comenzaba a golpear candentes hierros sobre el yunque.
            Pagó la habitación y guardó el equipaje en el maletero. Compró queso y vino de la tierra en un supermercado que en nada se parecía a las tiendas de su niñez, ni siquiera en el aroma inconfundible que componían la mezcla de olores, entonces destapados y ahora envasados al vacío: el de las legumbres, el bacalao, las galletas de coco, el tonel de las aceitunas, la cuba de las sardinas, la lata de la mortadela, la del bonito en aceite o escabeche y hasta el del mismo papel de estraza que serviría para envolver las pequeñas cantidades compradas de fiado. Luego recogió un folleto en el Ayuntamiento, en el que se le recordaba la historia del pueblo y se le recomendaban algunas rutas a pie. Visitó la iglesia. Hizo fotos y, por último, levantada ya la niebla, encaminó sus pasos hacia las última calle de las “Casitas de Papel”, desde la que salía la senda, ahora convertida en camino, que llevaba a los molinos; ya antes de llegar a la cima, pudo vislumbrar al viejo maestro, sentado en la puerta de su nueva morada, rodeado de perros y con la vista clavada en el punto por la que él aparecía. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al reconocer el molino en el que siempre había imaginado al tío Cosme, cuando recordaba su historia; y en tal se había convertido el maestro, con la cara arrugada, el pelo y la barba canos.
            Quiso que su antiguo maestro, por una vez, se sintiera identificado con el nombre por el que lo buscaban:
– Tío Cosme –lo llamó.
            El anciano se volvió hacia él.
– ¿Me conoces?
– Claro que lo conozco. Usted me enseñó a leer.
– ¿Seguro? Yo siempre fui molinero.
– Sí, siempre fue molinero, pero también me enseñó a leer y algo más importante.
El viejo le miró a los ojos, como si tratara de reconocerlo, como si quisiera rescatar su recuerdo de entre los de tantos niños como lo habrían tenido por maestro; pero no dijo nada. El hombre continuó:
– Usted me enseñó también a pensar… y, lo que es más importante, a amar a todos, ya fueran buenos o malos, niños o adultos, hombres o mujeres, pobres o ricos.
            El maestro, que había elegido imaginarse molinero, colocó su mano descarnada y temblorosa sobre la suya.
– Hijo mío –le dijo–, entonces te enseñé cuanto sabía.
            Y los dos quedaron en silencio, cogidos de la mano, al pie del molino y con la vista perdida en un horizonte que no ponía fin a la llanura manchega.

VEINTE INVIERNOS DESPUÉS

No era más que una mujer caminando por una acera de la gran ciudad. Una mujer más, cruzándose con decenas y decenas de personas que, arropa...