No era más que una mujer caminando por una acera de la gran ciudad. Una mujer más, cruzándose con decenas y decenas de personas que, arropadas con sus abrigos, se arrebujaban del frío en las primeras horas de una tarde gris. Si alguien se hubiera fijado en ella, ni le habría echado los cincuenta años a los que se acercaba, ni habría advertido signos de nerviosismo en su modo de andar, con pasos menudos, hacia el interior de la estación de trenes, desde cuyo vestíbulo llegaba hasta la calle el anuncio de las próximas salidas y llegadas.
Tampoco ella prestaba atención a quienes la rodeaban. En otro momento, tal vez se hubiera preguntado por los oscuros impulsos que movían a aquellos desconocidos, que la rozaban al pasar por su lado con tanta premura… Historias con las que, por un único instante, accidentalmente, confluía su propia vida; unas y otra la suma de pequeñas maravillas, de minúsculos milagros que, convertidos en rutina, la habían llevado a ser ella misma y regresar allí, veinte años después, a la misma estación de trenes en la que todo había empezado una tarde igual de fría, un día igual de gris del ya lejano invierno de 1957.
Un enorme panel, sobre las taquillas en las que los viajeros hacían cola para sacar su billete, indicaba que aún faltaban treinta minutos para la llegada del tren que ella había estado esperando toda la vida. No existían esos adelantos cuando había entrado por primera vez en aquel mismo lugar, después de haberse cruzado a pie toda la ciudad, cogida del brazo de él, cargados con un cesto de mimbre y una maleta de madera que, juntos, habían comprado esa misma mañana… A pesar del tiempo transcurrido, todavía podía recordar cada uno de los objetos que componían aquel escueto equipaje; y le bastaba con cerrar los ojos un momento para percibir, con intensa nitidez, el olor del bizcocho recién hecho que salía de la cesta.
Rodeados de un gentío alborotador, como si la muchedumbre tratara de espantar el frío a voces, habían tomado un café con leche en la barra de un bar que, con una luz mortecina y un suelo lleno de papeles y restos de comida, muy poco tenía que ver con la cafetería en la que ahora se dispuso a esperar, en medio de un comedido silencio. Cómodos sillones habían sustituido a las viejas sillas con el asiento de enea y el camarero que, solícito y pulcramente vestido, la atendía, en nada recordaba al que, con barba de varios días y la colilla apagada entre los labios, les hablaba de tú a tú mientras les servía… Quizás, pensó, más que las luces de neón o los trenes, más que el vestíbulo o la cafetería, eran los seres humanos quienes todo lo hacían diferente veinte años después. ¿Qué tenía que ver ella, por ejemplo, con la muchacha que acompañara a su marido a la estación?
Estaban recién casados y él se fue al extranjero para hacer fortuna. El hambre de la posguerra aún era un recuerdo cercano y los tiempos estaban malos… Pero ellos estaban llenos de ilusiones y tenían toda la vida por delante para hacer sus sueños realidad. Decidieron que ella se quedaría en el pueblo, al cuidado de la pequeña huerta y de los pocos animales que tenían, y que él, por difícil que fuera, pasaría unos años en otro país, como tantos otros habían hecho: trabajando noche y día en las tareas más arduas y pesadas, viviendo en una habitación realquilada a cualquier otro español, privándose del más pequeño de los caprichos, con el fin de ahorrar hasta la última “peseta” y regresar cuanto antes… Cuando llegara el momento, cuando el cesto de mimbre y la maleta de madera tomaran el tren de vuelta, todo sería diferente:
-Pondremos una gasolinera –soñaba él que, de paso, se veía capaz de arreglar alguna rueda o hacer una pequeña reparación.
-Una tienda de ultramarinos – proponía ella, que había acariciado ese sueño desde que, siendo niña, veía en la tendera a la gran señora del pueblo, la dueña de las mil tentaciones que se guardaban en sus inaccesibles anaqueles.
Y en lo que estaban de acuerdo era en que, con los ahorros, levantarían una buena casa, con sitio para tres o cuatro hijos; que aumentarían las tierras y que ya no tendrían que separarse nunca más.
"El Tiempo y las Cosas" (Toni Catany) |
… Habían pasado ya veinte años. El último recuerdo los mantenía ligados a aquella estación. Él la había besado en el andén y luego, antes de entrar al tren que se lo llevaba para siempre, cogiéndola por los hombros, la había mirado de frente sin decir nada, para que ella pudiera ver en aquella mirada todo lo que nunca había sabido explicarle con palabras, para que pudiera comprender toda su ilusión, su fe en un mañana cercano y bello, su esperanza y, por encima de todo, sus ganas de luchar… Por eso, cuando con los ojos anegados en lágrimas lo vio subir al vagón, pensó que era un hombre fuerte, pese a su figura aparentemente cansada, con la espalda un poco encorvada y los hombros hundidos.
Esa fue la imagen que siempre quiso conservar, la del hombre agotado, por encima de la del osado mozo que por primera vez la abordara en una verbena, de la del elegante novio en el día de la boda, de la del pícaro amante después de una noche de fiesta… Entre todos los recuerdos, ella se quedaba con el de aquel valor para desafiar al destino, con el de aquel afán por hacer realidad los sueños, por enfrentarse a la triste conformidad que a otros los vencía, por la voluntad de partir sólo, desde una estación de tren, a conquistar la felicidad que los dos se merecían.
La cálida voz de una azafata anunció por los altavoces la vía por la que su tren iba a entrar en sólo unos minutos. Pagó su consumición y salió de la cafetería para mezclarse con la gente que ya esperaba en el andén señalado.
Hay momentos en los que es fácil preguntarse si hay un destino escrito en las estrellas, si es que una mano misteriosa mueve a los hombres, según su antojo y de acá para allá, con tanta dulzura que nadie la nota, pero con tanta firmeza que los días se suceden y los acontecimientos más asombrosos acaecen en el instante justo y preciso, como si de milagros se tratara… Pensando vagamente en estas cosas, ella se preguntaba quién habría enlazado los trenes, esa estación y aquellos fríos inviernos con su vida… O cómo explicarse que su marido hubiera obrado como obró, si no hubiera sido aquélla la única manera de hacer posible el regreso.
"La Persistencia de la Memoria" (Salvador Dalí). |
Ni siquiera había vuelto el primer verano, cuando otros emigrantes vinieron a las fiestas del pueblo: Murió semanas antes, en un accidente de trabajo. Ella lo había sabido por una nota escueta, redactada en una lengua que no conocía y acompañada de un cheque bancario. Seguir viviendo fue más difícil todavía. Tuvo que vender la huerta y los animales, marcharse a la ciudad, trabajar horas y horas durante el día, llorar por las noches, maldiciendo su suerte. Ya en la capital, aún pasaron varios meses antes de que se atreviera a volver al lugar en el que lo había abrazado por última vez. Luego lo hizo con frecuencia; puesto que no había un cementerio cercano al que llevarle flores, y tan sólo un retrato de bodas, en el que se les veía más borrosos que en el propio recuerdo, la estación se convirtió en el sitio donde lo sentía más próximo; quizás porque, inconscientemente, seguía esperando que antes o después, de modo misterioso, regresase como le había prometido.
Consiguió salir hacia delante y recobrar, si no la ilusión de volver a vivir juntos, sí la de hacerlo de tal modo que él, donde quiera que estuviera, donde sea que estén los muertos, pudiera sentirse orgulloso de ella.
Ya estaba decidida a dejar reducida su vida a los recuerdos, cuando alguien del pueblo le vino con el cuento de que su marido, antes de morir, había dejado un hijo en el otro país, un niño al que ni siquiera había podido llegar a conocer. Primero fue el asombro, luego el dolor, cierta amargura y el temor a que la noticia, de ser cierta, pudiera romperle el esquema de sus días, tirar por tierra el fundamento de su rutina, de su conformidad… Mas cuando, finalmente, decidió en su fuero interno que aquello no podía ser verdad, la certidumbre le trajo una pizca de decepción, que fue creciendo hasta que, poco a poco, la idea que un principio había querido desechar, empezó a convertirse en una ilusión: ¿Y si realmente él tuviera un hijo? ¿Y si su sangre siguiese palpitando en el corazón de un niño? ¿Y si quedase de aquel hombre algo más vivo que una fotografía borrosa o el recuerdo ligado a una estación de trenes?
Anheló que fuese cierto y empezó a hacer indagaciones: Misivas a la empresa de su marido muerto, al consulado, a los antiguos compañeros. Tuvo que escribir una y otra vez, ante un pertinaz silencio que, más que desmoralizarla, parecía confirmarle que las sospechas eran ciertas… Y tanto insistió que, por fin, hubo un nombre de mujer, una dirección a la que, empujada por la impaciencia de tanta espera, escribió una larga carta, repleta de párrafos sin sentido y palabras emborronadas por las lágrimas.
No hubo ninguna respuesta pero, como el sobre tampoco le fue devuelto, comprendió que no sólo había llegado a su destino sino que, ciertamente, había un hijo de su marido en aquel lugar. Lejos de desanimarse, siguió escribiendo de vez en cuando, siempre con ternura e ilusión, sin reproches, tratando de imaginar cómo sería aquel niño, al que intentaba comparar con los que, de parecida edad, veía por la calle…
Ya se había hecho a la idea de una eterna correspondencia sin respuestas, cuando ocurrió lo inesperado: Una carta llegada por avión, unos sellos distintos, una letra desconocida y un defectuoso español, que resultaba difícil entender con los ojos nublados. El niño, ya muchacho, se disculpaba por tanto tiempo de silencio, pero quería saber del padre que nunca conoció, y explicaba el desconcierto de la madre, la desconfianza, las dudas… Junto a ello, una foto y la promesa de seguir escribiendo.
Cada vez con mayor frecuencia, se sucedieron los mensajes y los retratos, los regalos de cumpleaños o por Navidad, las invitaciones que, aunque imposibles de atender, llenaban de gozo a la mujer, que se sentía orgullosa de aquel muchacho al que veía crecer de foto en foto, progresar de curso en curso, usar un español más fluido en cada nueva carta que escribía.
Por el fondo de la vía, emergiendo de la oscuridad de la noche, se aproximaba una luz. Se escuchó cercano el pitido del tren. Ella se miró apresuradamente en un cristal cercano y, con los dedos, se retocó el peinado, mientras trataba de repasar mentalmente que todo estaba en orden. Desde que él le anunciara que ese invierno iría a pasar unos días con ella, su vida había sido un torbellino: Arreglar los cuartos de baño, pintar toda la casa, comprar un dormitorio para el muchacho… Había renovado su propio vestuario y abierto ventanas que, en su corazón, permanecían cerradas desde hacía muchos años. Había vivido cada instante esperando ese momento que por fin llegaba, en forma de luz y metálicos chirridos.
Cuando el tren se detuvo, la gente inundó el andén, ella se sintió vacilar y tuvo que apoyarse en una farola cercana; en lo más recóndito de sí misma, volvía a preguntarse si el destino no estará escrito en la estrellas y si no era éste el regreso que ella se quedó esperando aquella lejana noche de 1957, veinte años atrás… Y, cuando con los ojos anegados en lágrimas lo vio bajar del vagón, pensó que era un hombre fuerte, pese a su figura aparentemente cansada, con la espalda un poco encorvada y los hombros hundidos.